De esta manera llamó nuestra señora presidenta a ciertos dirigentes pejotistas que, presos de la ingenuidad y de ensueños trasnochados, pretendían lugares en las listas sagradas del Frente para la Victoria. Pero se trata de un bocatti honorable y privilegiado, casi inaccesible, situado bien arriba, en la cima imaginaria de nuestro futuro monte Olimpo (pronto se realizará la votación popular destinada a determinar qué cerro patagónico lo representará). Un tesoro reservado, especialmente, para los cuadros dirigenciales de La Cámpora, cristalina cantera de ritos iniciáticos para los nuevos patriotas, soldados entrenados en los quehaceres nacionales y populares. La revolución les pertenece, gracias al sabio dedo de Cristina capitana.
Peronistas del Conurbano a resignarse; los caciques y los capos sindicales del peronismo tradicional son, más que nunca, furgón de cola. (Adentro pero bien atrás y bien abajo, como el Aníbal Fernández post represión de la Policía Federal en el Parque Indoamericano, o el Daniel Scioli post operativo Garbriel Mariotto vicegobernador. Y si no te gusta, podés pegar un portazo al mejor estilo Carlos Verna.) Por lo visto, Tomás Moro estaba (está y estará) más cerca de Julio Piumato, Juan Carlos Schmid, Celso Jaque, Nicolás Fernández o José Pampuro de lo que cualquier mortal hubiera imaginado. Pero es una utopía que, por ser rancia y de cuarta, ha sido vetada por el regio e infalible entendimiento de Cristina.
Los proyectos de liberación nacional se encuentran, al día de hoy, tan sólo en manos de la Vanguardia Esclarecida prohijada por la jefa: cuadros jóvenes universitarios, revolucionarios cancheros, piolas y atractivos como Amado Boudou o Juan Manuel Abal Medina. Basta de utopistas gordos, morochos o impresentables: los Schoklender de este mundo, los Moyano o los D’Elía bien escondidos, por favor.
La revolución, por lo visto, también pasa por la estética.
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