En política, la predilección por los contrastes marcados deviene en intolerancia y autoritarismo. La construcción política se vuelve entonces excluyente: los que se ubican en la otra vereda deben ser ignorados o maltratados; constantemente borrados del mapa, digamos. En cambio, la política constructiva y auténticamente democrática consagra los matices a partir del diálogo entre sectores sociales y políticos diversos; el respeto del adversario; una razonable búsqueda de consensos (es decir, la tendencia a la apuesta por juegos de suma positiva, tratando de evitar los juegos de suma cero); la aceptación de la alternancia en el poder como valor fundamental de todo sistema político democrático-republicano, y el rechazo de visiones refundacionales, milenaristas o mesiánicas.
Sin embargo, en las artes visuales ocurre todo lo contrario: los contrastes entre los colores claros y oscuros resulta vital, esencial. Toda variación estética y visual implica el despliegue de contrastes: los matices son necesarios, pero ocupan un lugar subalterno o complementario. La composición, la definición y la fuerza expresiva surgen de dichos contrastes. En este mismo sentido, el artista tiende a ser un idealista, un revolucionario, un individuo que plasma su credo (no importa cuál) con pasión y a veces con desenfreno, con un fervor cuasi místico y críptico, hermético en algunos casos.
En la vida política civilizada el apasionamiento, el secreto y la insinuación deben encarrilarse mediante la razón y los límites propios de las instituciones de la democracia. En cambio, cuando el apasionamiento fundamentalista copa el accionar político, religioso o militar, el resultado no puede ser peor: ejemplos como el de las Cruzadas, la Inquisición, las guerras religiosas europeas de los siglos XVI y XVII, los imperialismos agresivos de distintas épocas y colores, la locura asesina y nihilista de los totalitarismos del siglo XX, todos ellos han sido fenómenos protagonizados por quienes se creyeron propietarios de la verdad y artífices de una misión nacional o religiosa transformadora y redentora (es decir, revolucionaria, más allá del contenido o dirección de dicha revolución).
La locura creativa, el narcisismo, la transgresión, la pasión y la originalidad son condiciones -en muchos casos- necesarias del arte, sobre todo de las artes plásticas; pero estos mismos elementos son, generalmente de la mano de la paranoia, vectores de autoritarismo, odio, persecuciones y destrucción social e institucional en el ámbito de la política. Brego entonces por una política desapasionada, todo lo desapasionada que sea posible, hasta donde la pasión humana, la condición humana en definitiva lo permitan.