martes, 20 de junio de 2017

Carta imaginaria a Ernesto Sabato






                                                                        Nápoles, 27 de setiembre de 1970 

Querido Ernesto,

Escribo esto apurado, nervioso y algo incómodo por el sol picante de un otoño demasiado tibio para mi gusto, cálido inclusive. Estuve buscando un lugar propicio para descargar mis ansias comunicativas, mi deseo irrefrenable de volcar en el papel varias cosas. Necesito que me escuches –mejor dicho que me leas, aunque para mí vendría a ser lo mismo; saber simplemente que, al menos por un instante, estaré presente en tu vida-, y es por eso que, sentado en un costado de la Piazza del Plebiscito –extraña réplica de la Piazza San Pietro del Vaticano-, con la Basilica di San Francesco di Paola a mi izquierda, di comienzo a este puente de papel, diseñado para unir el Tirreno con Santos Lugares.                    
Espero puedas detenerte aunque más no sea diez, quince minutos… papeles en mano, por ejemplo en el jardín del fondo de tu casa, donde, me dicen, medita nostálgico un ginkgo biloba –me dicen, también, que se trata de un árbol sagrado procedente del Japón; corregime si me equivoco- o, porqué no, en el otro jardín, el del frente, entre tus amadas magnolias, tus cipreses y araucarias. Otra fuente (ésta la puedo mencionar: nuestra entrañable amiga en común Emma Brossa de Kent), en fin, me comenta de una parra situada, al parecer, entre ambos jardines; quizá sea ése el lugar, el punto en el que te acuerdes, registres…            
No niegues nuestra amistad, o al menos no finjas no conocerme. No tengo constancia de haberte ofendido, ni calumniado, ni engañado, ni nada por el estilo.
Es más, pensamos parecido, si es que eso pueda servir para algo. Vos, al igual que yo, creés en la imperiosa necesidad de unir libertad y justicia social. Aquí, en Italia, la Democracia Cristiana, con sus más y sus menos, ha intentado poner dicha conjunción en práctica, y mal no les fue: gobiernan ininterrumpidamente desde hace veinticinco años. Bueno, para ser sinceros, lo que se dice aquí, precisamente aquí mismo, en Napoli, la democracia, el cristianismo, la libertad, la justicia social y todo eso son términos, prácticas o valores relativos: presiento, o mejor dicho concluyo, que los lazos comunitarios, las relaciones sociales, la convivencia, están, de alguna manera, filtrados por un estilo propio del lugar ¿sabés?
En cualquier caso, sea como sea, no quiero seguir con esto, no quiero que los napolitanos y las napolitanas se ofendan, en particular estas últimas. En la Argentina, y estarás de acuerdo conmigo, tuvimos una especie de Democracia Cristiana en clave autoritaria: sí, sí, me refiero a ese hombre eyectado del poder hace unos quince años, que han prohibido nombrarlo, la proscripción, todo lo que ya sabemos. Ernesto, necesito que me ayudes, necesito dilucidar, aclarar, reflexionar… Antes creía fervientemente en esa línea dura, firme, que liberaría al país del oprobio causado por ese tirano fascista, oportunista y demagogo. 
Andando el tiempo, sin embargo, empecé a sospechar que muchas de las cosas que se habían criticado terminaron replicándose, aunque con otros destinatariosEs decir, tenías razón Ernesto, cuando criticabas con decisión muchos de los pasos dados, desde septiembre del 55, por los militares triunfantes: te dijeron de todo, quien esto escribe incluido, pero tuviste el coraje de decir la verdad. Y no es que yo quiera que vuelvan, para nada, todo lo contrario; pero tenemos que ser mejores que ellos, justamente para superar todo aquello. A veces pienso que al exceso de astucia y oportunismo del viejo, los no peronistas le han opuesto la exacta contrapartida: una falta total de sagacidad y de sentido de la oportunidad; los extremos nunca son buenos.
Cambiando de tema, noto que insistís mucho –en tus ensayos, en las entrevistas- con esto de la pérdida de los valores espirituales, la cosificación del hombre que es, cada vez más, un simple engranaje de realidades que funcionan como máquinas; engranajes humanos en el taller, las fábricas, los ministerios, los clubes, y hasta en los hogares. Está claro que detestás la veneración, la sacralización de la ciencia de este siglo –excesivamente materialista para tu gusto-, pero, lamento tener que decírtelo, tu mirada no es para nada objetiva, y no estoy inventando nada: vos fuiste parte integrante de ese mundo –como investigador, como becario-, que luego abandonarías con atormentada gravedad.
No es que quiera reprocharte el volantazo; los volantazos son cruciales en la vida, son la vida misma para personas como vos y yo, que buscamos, nos desdoblamos, y nos interesamos –no siempre ni mucho menos, porque no somos santos tampoco- por la otredad y las cosas simples, a las que asignamos un valor. Pero dejame que te diga lo siguiente: me parece, humildemente, que te vas un poco al otro extremo. Es como si hicieras una reivindicación implícita de la ineficiencia, de la idea de que generar riqueza es algo malo en sí  mismo. La verdad, no creo que palabras como eficiencia, eficacia o productividad nos condenen, necesariamente, a ser esos engranajes de los que hablás. 
De nuevo, como le escribía la otra vez a Norma Marinetti, los asuntos humanos graves, profundos, como la política o la filosofía práctica, nos presentan dilemas que consisten en posturas aparentemente inconciliables. Y digo aparentemente, porque me resisto a creer en la inevitabilidad del dualismo como condición necesaria para explicarlo todo. Por supuesto que sirve para discernir aspectos fundamentales del quehacer de la humanidad, integrado en los principios del derecho natural o en el sustrato moral de las religiones. 
No considero pertinente, sin embargo, aplicar el enfoque dualista del modo en que vos lo hacés. No estoy seguro, igualmente, de haber efectuado una lectura correcta, cabal de tus posicionamientos. Quiero respuestas, quiero certezas, quiero fórmulas que posibiliten la justa combinación de materia y espíritu, de ocio contemplativo y eficiencia, de alegre despreocupación y concentración para la productividad.
Para la Argentina quisiera, además de la puesta en marcha de las fórmulas antedichas, otras adicionales que combinen, exitosamente, liberalismo y nacionalismo; la astucia del zorro y la ternura candorosa de los hombres y mujeres que abren sus manos y dan; la respuesta estatal positiva a las crecientes demandas sindicales obreras (para la plena vigencia de los más avanzados derechos laborales y sociales) con el sostenimiento de la rentabilidad empresaria y el incremento de las inversiones, y otras muchas más por el estilo. Y, de paso, una fórmula especial para que los jóvenes estudiantes, docentes e investigadores que tanto han protestado y manifestado, y los funcionarios y fuerzas de seguridad, que tanto han reprimido, encuentren espacios de diálogo y reconciliación.                                
Soy consciente de que te estoy pidiendo demasiado, Ernesto; pero no quiero resignarme, al contrario de Wittgenstein, a la idea de lo inefable.    
Espero tus respuestas, aunque sean lacónicas, telegramáticas.
Te visitaré de improviso en Santos Lugares; yo tomo mate, te advierto; el café me hace mal y el té me aburre. Las facturas vienesas son mi perdición.     
Mis más cordiales saludos; también para Matilde.
Muchas gracias por todo.

                                 Roberto.

miércoles, 19 de abril de 2017

Carta a una amiga imaginaria. La llamaremos Norma Alejandra Marinetti.




Nápoles, viernes 7 de agosto de 1970

Estimada Norma,

Las cosas cada vez más inciertas aquí en Napoli. Inciertas para mí, desde luego; una incertidumbre plenamente subjetiva: todo lo observo gris, me cuesta enormemente salir de la dispersión a la que me llevó el agotamiento intelectual. Pero era necesario, me había juramentado concluir la biografía -¡qué lindo género, por Dios!- y la serie de cuentos a los que hice mención cuando te despedí en el aeropuerto. Como te decía, mi fatiga psíquica, potenciada por un calor pegajoso que me cuesta sobrellevar, afloja un poco cuando bajo hasta la Riviera Di Chiaia, buscando algo de brisa mediterránea.
De todos modos, me consuelo con abundante pasta, con almejas (el denominado spaghetti a vongole), que me fascinan, o con carne (sobre todo maccheroni al ragú), siempre lubricada con vinos napolitanos blancos o rosados. Hay unos vinos rosados maravillosos; a veces, en mi guarida –de la que te hablaré más adelante-, ni siquiera me preocupo por enfriarlos, de tan elevada su calidad y tan estructurados sus cuerpos.                          
En realidad te escribo porque estoy muy preocupado, preocupado por tu salud: Alejo me llamó por teléfono hace unos días, para decirme que la pasaron muy bien allá en Innsbruck, y que incluso tuvieron tiempo para pasar unos días en Graz, donde visitaron a tu primo (el afamado doctor Ramiro Frías Llorente, personalidad formal si las hay…). ¿Cómo anda Ramiro, que cuenta? Hace muchísimo tiempo que no sé nada de él, más o menos desde la segunda época del Nacional Buenos Aires, imaginate…       
Volviendo al punto que me impulsó a enviarte estas líneas, la verdad es que la voz de Alejo era grave, sombría, propia de quien se expresa en el tono, limitando las palabras, la información concreta… No quise indagar, dejé que él se explayara a su manera. Ya no busco cambiar a nadie. Me dijo, eso sí, que seguís fumando en forma incontrolada, atados y atados diarios de esos cigarrillos negros… ya no me acuerdo la marca. Ahora quiero que vos me cuentes realmente qué es lo que te pasa; si es algo pulmonar, qué gravedad tiene, de que tipo de afección se trata.
Estoy lejos de todos, las idas y vueltas políticas en la Argentina me tienen entre angustiado y deprimido. Fijate, Onganía tenía el mejor gabinete, con gente muy preparada para llevar adelante una administración eficiente de los asuntos públicos, y terminó de muy mala manera. No sé que pensar, no vislumbro una salida clara. Encima las noticias llegan a cuenta gotas; tengo que hacer malabarismos para, usando ese cocoliche porteño-italiano -el dialecto napolitano es incomprensible- que fui desplegando naturalmente, proveerme de diarios, revistas y cualquier otro medio que me sirva para mantenerme informado de lo que ocurre allá. 
Jorge, Amadeo Llambías, todos me dicen que el error de los militares es no ponerse lo suficientemente firmes, que el desorden, que Perón incitando desde Madrid, qué se yo… No sé si no es hora de abrir el juego –ojalá alguien se lo plantee a este Levingston, que tiene las riendas ahora-. Ya sé, me vas a decir que al final soy peronista, que hay que terminar de una buena vez con todo aquello…
Te respondo que no, que no soy peronista; pero no me entusiasma para nada la idea de profundizar en el blanco-negro. Si, estoy de acuerdo, hay que terminar con todo aquello, pero, ¿cuál es la mejor manera de dar una vuelta definitiva de página?, ¿no será acaso tratando de buscar alternativas de conciliación? Me dirás que no se puede, que en tal caso nos pasarán por arriba, que entonces Perón vuelve y se acabó. 
El tema me agota Norma; me encanta, me apasiona y me agota a la vez. ¡Qué bueno sería poder resolver estos dilemas nacionales con una simple fórmula matemática o estadística! Alguna cifra esotérica de esas que tanto le gustan a Borges…                                                      

Cuando no puedo dormirme abandono mi habitación, amarilla, amarillenta mejor dicho, malamente ventilada y por lo tanto viciada en cuanto a sus aires, con una mesa rústica de madera que me recuerda los mundos rurales de nuestra tierra, lejana, sí, aunque dentro mío su presencia sea total, constante: lejanía geográfica, nada más ni nada menos. Mesa llena de papeles, papeles sueltos y cuadernos que escribo, que reviso, corrijo, reacomodo. Lápices y libros, libros desparramados por todo el cuarto, libros ocupando buena parte del vestíbulo, y una maquina de escribir Underwood sostenida por un túmulo de periódicos de procedencia diversa, que fui recolectando en estos años.                           
Te decía entonces, las noches de insomnio me empujan al exterior: camino, camino a más no poder, y mi juego consiste en echar un vistazo a la fachada o a la silueta de cada una de las iglesias con que tropiezo (aquí hay cientos y cientos de iglesias, es increíble). Por otra parte –probablemente lo sepas, habida cuenta de esa cultura amplísima y escondida que cobijás en tu interior-, me intriga muchísimo este subsuelo lleno de volcanes: en esta zona hay un volcán diminuto a cada paso, más allá del Vesubio, que no me dice nada, dándome la impresión de lo evidente, de un cerro aburrido y devaluado (no creo que los napolitanos lo hayan subestimado de la misma manera en 1944, cuando despertó por última vez con esa furia destructiva que le dio fama a lo largo de la historia, pero esa es harina de otro costal).                   
Suficiente por esta vez, estoy cansado, el verano italiano me postra un poco.
Ahora te toca a vos, Norma: contame en qué andás, ponete a escribir, si la salud te lo permite. Aguardo reminiscencias de tus años tiroleses. Espero, de todo corazón, que te mejores, y te pido que te cuides.        

Cariños,
                      Roberto.

Diario de Salvador Fillol

 
Domingo 12 de febrero,
   
Tarde de lluvia en Buenos Aires. No veo por mis ventanas, siempre cerradas, tanto ellas como las persianas, grises como la pared del primer cuerpo del edificio –que supo ser de mi abuelo in toto-, y que podría volver a ver si por algún motivo decidiera abrirlas nuevamente. Pero no es el caso, ni lo será, quién sabe hasta cuando…
La limpieza del baño, mejor dicho de la mampara, pared y suelo propios del recinto que cobija la ducha y una canilla de agua caliente, fue una especie de liberación, habida cuenta del tiempo transcurrido…
El turbo-ventilador y el mate son mis fieles compañías en este varano de tiempos ligeros y un silencio extraño, increíble digamos, tratándose del barrio de San Nicolás, en plena city porteña. Y aquí estoy, frente a mi vieja Laptop Toshiba Satellite, buscando abrazarme a la literatura, para que tal encuentro perdure y se haga carne.
Literatura, buena o mala, no importa. Pero literatura al fin. Un camino, una búsqueda, un descubrimiento, una revelación, un descenso al papel (o mejor dicho a la pantalla) que pueda plasmar las flexiones de una mente inquieta y dominante, que se retuerce en los momentos vanos. Y mientras tanto la Argentina va, caminando torpemente entre los escombros de una década larga, densa, envuelta en las nieblas de una mentira activa; empujada por un relato oficial coherente y maniqueo que alucinó a muchos, y que llenó de rabia y abatimiento a tantos otros.
Perversión en las prácticas, perversión en el discurso: difícil salir de todo aquello. Pero aquí estamos, la vida sigue su curso, las vidas siguen su curso, tan distintas una de otras, o tan parecidas…
Anoche miré la primera parte de Barry Lyndon, de Stanley Kubrick. Llama la atención la fuerte personalidad y la firme valentía del joven protagonista, Redmond Barry –interpretado por Ryan O’Neal-, que al principio del film se insinúa como un individuo tímido y débil, desafiado por la irresistible atracción de Nora Brady, su prima, pero que luego descolla con una audacia casi temeraria.
 
 
Lunes 13 de febrero,
 
Seguía lloviendo esta mañana, pero puede que el viento sur empiece a limpiar el panorama, cosa buena. Sin clases antes del mediodía, después de almuerzo la línea D del subterráneo se plantará por unos segundos en la estación Juramento, y un hombre de unos cuarenta años recientemente cumplidos y pelo lacio y castaño, con unas patillas levemente canosas, enfilará hacia las Barrancas para concluir sus pasos al cabo de media cuadra por la calle 11 de Septiembre.
Y allí la primera de las tres clases del día: biromes, una agenda en papel del año pasado que deseo garabatear –esto no lo haré, supongo, nunca me animo a tanto- y cuyos espacios en blanco completo con datos de estos días, y una rutina relativa, sin sorpresas.           

 

Miércoles 15 de febrero,
 
Otra noche con un moderado cansancio que me embarga. Jornada de traslados y clases: el colectivo de la línea 152 bordeaba el Parque Lezama, ese que Sabato retrataba en Sobre héroes y tumbas, pero sin Martín, sin Bruno, sin Alejandra… ¿Cuán distintos serán nuestro país, nuestra gente, Buenos Aires y qué se yo cuánto, de los de aquellos años? A veces pienso que aquél era un país que valía la pena, pero no tengo manera de comprobarlo; mis cuarenta años me lo impiden. Supongo, presumo, que la gente era más educada, mejor vestida, sin tatuajes ni inclinación alguna por ese vandalismo que mutila o enchastra los bienes y espacios públicos.             
Ahí me bajé. Un grupo nutrido de futbolistas adolescentes corrían o trotaban en la dirección contraria a la de mis pasos. Crucé por la avenida Martín García y llegué al edificio gubernamental, una fachada canchera y bien diseñada. Al rato salía de allí con mi ficha censal docente; tan preciada, tan esperada. Los estruendos de las bombas de una protesta cercana me llevaron a abordar, sin más, un interno de la línea 70 sobre la avenida Patricios.       
Ya durante la tarde, la estación Carlos Gardel del subte B me recibía muda y desentendida.
¡Cómo no acordarse de Luca! Caminando por Gallo en dirección a Córdoba imaginé, mirando los árboles y pensando en el calor vespertino –y comparándolo con el calor estival de otras ciudades; comparación incierta, por cierto-, esa calle con arboóles y aquella chica con temor (que pasa) y los tomates podridos por el sol, y no tengas miedo noooo, y mirás a mi campera y…    
Y mi alumno, que me recibía a pocas cuadras, casualmente de nombre Lukas ¿pueden creerlo? Luca, Lukas, Lucas...-, esperaba mi ayuda para ir clarificando temas y conceptos del derecho y la educación cívica argentinos. 

 
 
Domingo 19 de febrero,
 
Hoy quisiera iniciar una serie de repasos de las lecturas de estos años. No seguiré ningún orden en particular, ni cronológico ni temático ni en cuanto a géneros literarios. Como todos ustedes saben, existe un criterio amplio para la definición de literatura que engloba, dentro de ella, a cualquier texto escrito, y otro de corte restrictivo, que considera como literatura propiamente dicha solamente a los escritos de ficción (teatro, novelas, cuentos y poesía).
Comencemos con Niki o la historia de un perro, del húngaro Tibor Déry (aclaro que no terminé de leerla): se trata de una obra muy bien escrita; la traducción al castellano es muy buena, naturalmente. Con una gran maestría, el autor personifica a Niki, una perrita cuya intrascendencia y simpleza, de tan bien retratada, adquiere dimensiones de otro calibre. La novela nos muestra también los pormenores de una familia sin hijos, extremadamente común, que padece las miserias de un régimen socialista-soviético crecientemente opresor.                         
Humana Conditio, de Norbert Elias: una obra sobre la historia reciente de Occidente, que resalta los niveles inusitados de violencia, el alcance de las guerras y los millones y millones de muertos que marcaron la primera mitad del siglo XX. Escrito a mediados de los años 80 y expuesto, si no me equivoco, en una serie de conferencias, en las que Elias celebra la paz mundial predominante desde 1945, para pasar a realizar un examen breve de los motivos principales que llevaron a los estados soberanos, a lo largo de la historia, a enfrentarse unos con otros en contiendas armadas.
De alguna manera, adoptando la óptica realista para analizar las relaciones internacionales, el autor pone el foco en la necesidad de todo Estado, a lo largo de la historia de la humanidad, de avanzar sobre sus vecinos para garantizar su propia seguridad, en un proceso que nunca encuentra un final definitivo. Por último, un interrogante central –que en aquel tiempo no pudo ponderar los efectos de la posterior irrupción del terrorismo internacional, o los del surgimiento de un vasto conflicto entre el Islam y Occidente- queda entonces planteado en forma casi evidente: ¿podrá el hombre actual y el del futuro cercano posmoderno, nativo digital, o como queramos llamarlo- sostener en el tiempo un nuevo orden internacional, signado por la ausencia de guerras mundiales y conflictos en gran escala?

miércoles, 29 de marzo de 2017

Carta a un amigo imaginario (lo llamaremos Adrián Dahlmann).


Lisboa, 3 de marzo de 1962

Querido Adrián,

Ayer por la tarde, después de varios días de lluvia fría, con ese aire atlántico tan propio de estas tierras lusitanas, el sol se hizo presente y mi radio japonesa Sanyo, junto a la Fuente Monumental de la Esperanza, amplificó la voz distante de Fernando Pessoa, en una vieja grabación, en la que el poeta analizaba su obra y ciertas notas sobre su obra; obra que no conozco pero que, me dicen, resulta sintomática de la lengua portuguesa, tan melódica, de viva y fuerte expresividad, como compruebo a cada paso en esta ciudad. Y en especial cuando medito cerca del Mirador de Santa Luzia, los días claros y tibios, que son los que prefiero para caminar y pasear, imaginando América tras el mar planchado –en realidad, lo que efectivamente se ve es el estuario del río Tajo, que desemboca en el mar un poco más allá, y la orilla de enfrente; menudencias geográficas, como verás-.                    
Los días transcurren mecánicamente, ablandados por la simpleza noble y pocas veces tosca de sus gentes, que me recomiendan las frutas de tal lugar, la carne del rincón de Mauro Almeida, o el vino del Café Martinho Da Arcada, donde suelo pasar largas horas desde muy temprano, al punto que a veces ensamblo el desayuno y el almuerzo, siempre acompañado de todos los diarios que encuentre, que consiga, sin importar las fechas. Ya entré en contacto con varios libreros o quiosqueros que me reservan –me guardan, quiero decir- ejemplares franceses, italianos, de Galicia… Hasta un periódico marroquí, creo que de Rabat, impregnado aparentemente de ínfulas post-independentistas. Me muero de risa tratando de comprender esos idiomas o dialectos que dan vida a las noticias periodísticas; esos titulares llenos de sentido, que en ciertos casos se me aparecen forzosamente misteriosos, parcialmente enigmáticos, con apellidos desconocidos, sitios nunca antes escuchados siquiera… En fin, la curiosidad de mi ser que se mueve a sus anchas, después de aquellos días terribles en Budapest, de los que no quiero hablar, ni escribir, ni recordar.

¿Cómo están tus cosas en San Pablo, los chicos, Leticia; y la perrita Olga, ese bichito histérico y famélico de lanas marrones? Contame algo del consulado, de tu reciente viaje al Sertão… ¿Estuviste ya en Brasilia, esa urbe casi recién nacida, nueva y perfecta, bosquejada y planificada en su más remotos detalles? Aquí los entendidos –mi amigo Joaquín, o la gente de la Sociedade Portuguesa de Escritores- hablan muy bien de Kubitschek; se lo recuerda como un verdadero estadista. Y dicen que el actual gobierno (Goulart) no tiene rumbo… No sé, a esta altura de mi vida dudo de todo y conservo, por ende, unas pocas certezas fundamentales digamos: vos me dirás.

Por estos lares hay mucho alboroto en torno a la cuestión de Angola, Mozambique, Guinea… El régimen, al que respeto, aunque disienta respecto a esa uniformidad sacrosanta y dogmática que ahoga mentes y espíritus (bueno, no quiero y no puedo hablar mucho de todo esto, como te imaginarás…), parece no tolerar la menor disensión en el tema de las colonias: lo noté hace unos días en otro barcito cercano a la Rua Rosa Araújo, donde un Marechal (Mariscal) –de aspecto altivo y enérgico, erguido junto al pequeño mostrador y reverenciado por los pocos presentes- y un Brigadeiro (Brigadier) lisboetas ponderaban, con marcial énfasis, la firmeza del Estado Novo a la hora de sostener el Imperio cueste lo que costare. (Te aclaro que los grados militares me los comentó el cantinero, un hombre bajito, canoso y entrado en kilos, por lo visto avezado en estos temas.)    
Los observaba, desde un extremo de la barra, sin animarme a interferir en la viril conversación, mientras la copa de vino blanco me enfriaba las manos. Siempre llevo conmigo un cuaderno donde registro las impresiones que supongo valen la pena, y aquel día me detuve un buen rato a escrutar el mostrador de la tabernita –casi sin aire de tan chica-: de una madera oscura y lustrosa, revestida su superficie de una especie de zinc, y equipada con esas choperas tan características.       
Los muchachos del Atlético Clube y los del Sporting de Lisboa entrenan al alba, aprovechando la cuesta arriba de las calles que van hacia el Castelo de São Jorge. Cuando madrugo los cruzo una y otra vez: trotan en grupitos de cuatro o cinco, y después se juntan en yunta, seguramente para intercambiar pareceres y darse ánimo para el próximo combate futbolístico. Ahora bien, no sé allá en San Pablo –intuyo que será igual-,  pero acá el fútbol va perdiendo esa mística que tenía, se volvió muy competitivo, muy comercial. Lo noto en las miradas algo vacías de sus protagonistas, en la incapacidad de matizar un poco ese profesionalismo deportivo a todo trapo, en la concentración mental en los entrenamientos, de carácter excluyente.

Me produce una enorme angustia, este individualismo que avanza a pasos redoblados, esta concepción neo-mercantilista de la vida, esta crisis fenomenal de los valores. Sí, me refiero a la retirada de esos anclas o anclajes, éticos y espirituales, que hicieron de Occidente la cuna del progreso, el pensamiento reflexivo, la novela, el humanismo; bueno, todo eso que siempre valoramos y abordamos en nuestras charlas de café, en Palermo y en Villa Crespo, ¿te acordás Adrián, Adriancito?
Tengo que terminar por hoy, no puedo seguir. En la próxima carta te cuento más sobre mis nuevas aventuras cotidianas. Espero tu correspondencia: estoy ansioso por saber si conseguiste lo que te habías propuesto cuando, declinando el traslado oficial, agarraste tu Ford Victoria y partiste, desde tu casona de Juncal y Sánchez de Bustamante, hacia la aventura abrasilerada de los trópicos.
Un saludo cariñoso para Leticia.
Lo mejor para ustedes,
                                        Roberto.

La pampa se hace rica

Zanjas, cercos y alambrados en el Río de la Plata

Hasta bien entrado el siglo XVIII, la fértil llanura pampeana carecía de todo elemento efectivo de división y subdivisión de la propiedad de la tierra. El único antecedente en la materia, los mojones utilizados en su momento por los conquistadores, no impedía que las bestias introducidas desde la península ibérica vagasen libremente, en manadas, por las inmensas planicies rioplatenses. Se hablaba entonces del ganado alzado o cimarrón.
La ausencia de piedras y maderas, aptas para la construcción de cercos y vallados, inhibió el desarrollo de la producción agrícola a gran escala: la cría de animales y los cultivos se realizaban en pequeñas chacras suburbanas, frecuentemente invadidas y destruidas por manadas de ganado alzado. Esta situación, sumada a la creciente demanda europea de cueros, llevó a la generalización de las matanzas de vacunos, de los cuales también se extraía el sebo, conocidas popularmente como “vaquerías”. En consecuencia, hacia mediados del siglo XVIII el ganado vacuno se encontraba prácticamente extinto.

La lección de la historia

El primer país en experimentar una revolución agrícola, la Inglaterra del siglo XVIII, impulsó la transformación mediante sucesivas actas de cercado promulgadas por el Parlamento. Se generaría así una mayor concentración de la propiedad de la tierra, hasta entonces comunal o subdividida en pequeñas parcelas. Por otro lado, las leyes de cercamiento fomentaron la iniciativa individual, con mejoras en las técnicas de producción y un incremento de la productividad. La creciente tecnificación estimuló el desarrollo de diversas industrias (no sólo la vinculada a la maquinaria y herramientas agrícolas), entre otras razones por el cambio demográfico desencadenado: la mano de obra requerida en las zonas rurales disminuyó sensiblemente, acelerándose el proceso de urbanización y de crecimiento del número de trabajadores disponibles en las urbes.

Surgen las zanjas y cercos vivos

Frente a la escasez de ganado cimarrón, las primeras décadas del siglo XVIII exhibieron en el Río de la Plata un tímido desarrollo del zanjado, con las primeras propiedades delimitadas de un modo razonablemente eficaz (en el siglo XIX llegarían, por ejemplo, varios contingentes de zanjeadores irlandeses). Para optimizar resultados, en el centro del terreno elegido se solía clavar un poste o palenque, utilizado por el ganado para frotarse y rascarse, generándose el llamado “aquerenciamiento” del animal con el lugar.
El siglo XVIII fue testigo, además, de la irrupción de los cercos vivos, constituidos por plantas espinosas, especialmente tunas y talas, como aquel montado por Tomás Grigera (1755-1829) para vallar su célebre chacra modelo, ubicada en tierras del actual partido bonaerense de Lomas de Zamora.
A diferencia de lo que ocurría en la llanura pampeana y en el Litoral, el noroeste del actual territorio argentino –rocoso, montañoso y de dispar fertilidad- se benefició con el levantamiento de los denominados picardos (muros de piedra y argamasa).

La revolución del alambrado

La utilización, a partir de la segunda mitad del siglo XIX, de cercos construidos con postes de ñandubay (árbol litoraleño de maderas duras e imperecederas bajo tierra) y alambres de hierro –con posterioridad se utilizaría el acero-, llamados comúnmente alambrados, significó el inicio de una profunda transformación del paisaje geográfico, social y económico de la pampa.
Se trató de una verdadera revolución agraria, que convirtió a la Argentina en uno de los principales países agro-exportadores (especialmente cereales y carnes) del mundo. En materia pecuaria, por ejemplo, el alambrado facilitó la cruza planificada de haciendas mediante el uso de sementales seleccionados, y contribuyó también a un mejoramiento cualitativo de las pasturas.
El principal efecto del empleo del alambrado fue la delimitación de grandes estancias, con la consecuente expansión de la fronteras productivas, gracias al previo establecimiento de los fortines, encargados de contener las incursiones de los malones indígenas. Sin embargo, hacia 1860, la proliferación desordenada de alambrados amenazaba con entorpecer la normal circulación de personas y mercancías en el interior del país; correspondió al entonces presidente de la nación, Bartolomé Mitre, impulsar la legislación necesaria para reglamentar y organizar el alambrado de estancias.

Pioneros de alambres y púas

El primer alambrado argentino del que se tenga noticia fue utilizado, en 1846, por un inglés “acriollado” llamado Richard B. Newton, para delimitar la huerta de su estancia Santa María, situada en el actual partido bonaerense de Chascomús. Asimismo, en 1855 el Cónsul honorario de Prusia en Buenos Aires, don Francisco Halbach, decidió alambrar la totalidad perimetral de su estancia Los Remedios, ubicada en lo que hoy es el Aeropuerto Internacional de Ezeiza.
Por último, en 1878 Mariano Zambonini fue el primero en exhibir, en la Exposición Rural de Palermo, los alambres de púa (su utilización no se generalizaría hasta diez años después, debido a la resistencia que inicialmente generó la remota posibilidad de que dañaran a los animales) que miles de inmigrantes vascos, especializados en el oficio de alambradores, se encargarían de desplegar por los campos argentinos.