miércoles, 19 de abril de 2017

Carta a una amiga imaginaria. La llamaremos Norma Alejandra Marinetti.




Nápoles, viernes 7 de agosto de 1970

Estimada Norma,

Las cosas cada vez más inciertas aquí en Napoli. Inciertas para mí, desde luego; una incertidumbre plenamente subjetiva: todo lo observo gris, me cuesta enormemente salir de la dispersión a la que me llevó el agotamiento intelectual. Pero era necesario, me había juramentado concluir la biografía -¡qué lindo género, por Dios!- y la serie de cuentos a los que hice mención cuando te despedí en el aeropuerto. Como te decía, mi fatiga psíquica, potenciada por un calor pegajoso que me cuesta sobrellevar, afloja un poco cuando bajo hasta la Riviera Di Chiaia, buscando algo de brisa mediterránea.
De todos modos, me consuelo con abundante pasta, con almejas (el denominado spaghetti a vongole), que me fascinan, o con carne (sobre todo maccheroni al ragú), siempre lubricada con vinos napolitanos blancos o rosados. Hay unos vinos rosados maravillosos; a veces, en mi guarida –de la que te hablaré más adelante-, ni siquiera me preocupo por enfriarlos, de tan elevada su calidad y tan estructurados sus cuerpos.                          
En realidad te escribo porque estoy muy preocupado, preocupado por tu salud: Alejo me llamó por teléfono hace unos días, para decirme que la pasaron muy bien allá en Innsbruck, y que incluso tuvieron tiempo para pasar unos días en Graz, donde visitaron a tu primo (el afamado doctor Ramiro Frías Llorente, personalidad formal si las hay…). ¿Cómo anda Ramiro, que cuenta? Hace muchísimo tiempo que no sé nada de él, más o menos desde la segunda época del Nacional Buenos Aires, imaginate…       
Volviendo al punto que me impulsó a enviarte estas líneas, la verdad es que la voz de Alejo era grave, sombría, propia de quien se expresa en el tono, limitando las palabras, la información concreta… No quise indagar, dejé que él se explayara a su manera. Ya no busco cambiar a nadie. Me dijo, eso sí, que seguís fumando en forma incontrolada, atados y atados diarios de esos cigarrillos negros… ya no me acuerdo la marca. Ahora quiero que vos me cuentes realmente qué es lo que te pasa; si es algo pulmonar, qué gravedad tiene, de que tipo de afección se trata.
Estoy lejos de todos, las idas y vueltas políticas en la Argentina me tienen entre angustiado y deprimido. Fijate, Onganía tenía el mejor gabinete, con gente muy preparada para llevar adelante una administración eficiente de los asuntos públicos, y terminó de muy mala manera. No sé que pensar, no vislumbro una salida clara. Encima las noticias llegan a cuenta gotas; tengo que hacer malabarismos para, usando ese cocoliche porteño-italiano -el dialecto napolitano es incomprensible- que fui desplegando naturalmente, proveerme de diarios, revistas y cualquier otro medio que me sirva para mantenerme informado de lo que ocurre allá. 
Jorge, Amadeo Llambías, todos me dicen que el error de los militares es no ponerse lo suficientemente firmes, que el desorden, que Perón incitando desde Madrid, qué se yo… No sé si no es hora de abrir el juego –ojalá alguien se lo plantee a este Levingston, que tiene las riendas ahora-. Ya sé, me vas a decir que al final soy peronista, que hay que terminar de una buena vez con todo aquello…
Te respondo que no, que no soy peronista; pero no me entusiasma para nada la idea de profundizar en el blanco-negro. Si, estoy de acuerdo, hay que terminar con todo aquello, pero, ¿cuál es la mejor manera de dar una vuelta definitiva de página?, ¿no será acaso tratando de buscar alternativas de conciliación? Me dirás que no se puede, que en tal caso nos pasarán por arriba, que entonces Perón vuelve y se acabó. 
El tema me agota Norma; me encanta, me apasiona y me agota a la vez. ¡Qué bueno sería poder resolver estos dilemas nacionales con una simple fórmula matemática o estadística! Alguna cifra esotérica de esas que tanto le gustan a Borges…                                                      

Cuando no puedo dormirme abandono mi habitación, amarilla, amarillenta mejor dicho, malamente ventilada y por lo tanto viciada en cuanto a sus aires, con una mesa rústica de madera que me recuerda los mundos rurales de nuestra tierra, lejana, sí, aunque dentro mío su presencia sea total, constante: lejanía geográfica, nada más ni nada menos. Mesa llena de papeles, papeles sueltos y cuadernos que escribo, que reviso, corrijo, reacomodo. Lápices y libros, libros desparramados por todo el cuarto, libros ocupando buena parte del vestíbulo, y una maquina de escribir Underwood sostenida por un túmulo de periódicos de procedencia diversa, que fui recolectando en estos años.                           
Te decía entonces, las noches de insomnio me empujan al exterior: camino, camino a más no poder, y mi juego consiste en echar un vistazo a la fachada o a la silueta de cada una de las iglesias con que tropiezo (aquí hay cientos y cientos de iglesias, es increíble). Por otra parte –probablemente lo sepas, habida cuenta de esa cultura amplísima y escondida que cobijás en tu interior-, me intriga muchísimo este subsuelo lleno de volcanes: en esta zona hay un volcán diminuto a cada paso, más allá del Vesubio, que no me dice nada, dándome la impresión de lo evidente, de un cerro aburrido y devaluado (no creo que los napolitanos lo hayan subestimado de la misma manera en 1944, cuando despertó por última vez con esa furia destructiva que le dio fama a lo largo de la historia, pero esa es harina de otro costal).                   
Suficiente por esta vez, estoy cansado, el verano italiano me postra un poco.
Ahora te toca a vos, Norma: contame en qué andás, ponete a escribir, si la salud te lo permite. Aguardo reminiscencias de tus años tiroleses. Espero, de todo corazón, que te mejores, y te pido que te cuides.        

Cariños,
                      Roberto.

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