Domingo 12 de febrero,
Tarde de lluvia en Buenos Aires. No veo por mis
ventanas, siempre cerradas, tanto ellas como las persianas, grises como la
pared del primer cuerpo del edificio –que supo ser de mi abuelo in toto-, y que
podría volver a ver si por algún motivo decidiera abrirlas nuevamente. Pero no
es el caso, ni lo será, quién sabe hasta cuando…
La limpieza del baño, mejor dicho de la
mampara, pared y suelo propios del recinto que cobija la ducha y una canilla de
agua caliente, fue una especie de liberación, habida cuenta del tiempo
transcurrido…
El turbo-ventilador y el mate son mis fieles
compañías en este varano de tiempos ligeros y un silencio extraño, increíble
digamos, tratándose del barrio de San Nicolás, en plena city porteña. Y aquí estoy, frente a mi vieja Laptop Toshiba
Satellite, buscando abrazarme a la literatura, para que tal encuentro perdure y
se haga carne.
Literatura, buena o mala, no importa. Pero
literatura al fin. Un camino, una búsqueda, un descubrimiento, una revelación,
un descenso al papel (o mejor dicho a la pantalla) que pueda plasmar las
flexiones de una mente inquieta y dominante, que se retuerce en los momentos vanos. Y
mientras tanto la Argentina
va, caminando torpemente entre los escombros de una década larga, densa,
envuelta en las nieblas de una mentira activa; empujada por un relato oficial
coherente y maniqueo que alucinó a muchos, y que llenó de rabia y abatimiento a tantos otros.
Perversión en las prácticas, perversión en el
discurso: difícil salir de todo aquello. Pero aquí estamos, la vida sigue su
curso, las vidas siguen su curso, tan distintas una de otras, o tan parecidas…
Anoche miré la primera parte de Barry Lyndon, de Stanley Kubrick. Llama
la atención la fuerte personalidad y la firme valentía del joven protagonista,
Redmond Barry –interpretado por Ryan O’Neal-, que al principio del film se
insinúa como un individuo tímido y débil, desafiado por la irresistible
atracción de Nora Brady, su prima, pero que luego descolla con una audacia casi temeraria.
Lunes 13 de febrero,
Seguía lloviendo esta mañana, pero puede que el
viento sur empiece a limpiar el panorama, cosa buena. Sin clases antes del
mediodía, después de almuerzo la línea D del subterráneo se plantará por unos
segundos en la estación Juramento, y un hombre de unos cuarenta años
recientemente cumplidos y pelo lacio y castaño, con unas patillas levemente
canosas, enfilará hacia las Barrancas para concluir sus pasos al cabo de media
cuadra por la calle 11 de Septiembre.
Y allí la primera de las tres clases del día: biromes,
una agenda en papel del año pasado que deseo garabatear –esto no lo haré,
supongo, nunca me animo a tanto- y cuyos espacios en blanco completo con datos
de estos días, y una rutina relativa, sin sorpresas.
Miércoles 15 de febrero,
Otra noche con un moderado cansancio que me
embarga. Jornada de traslados y clases: el colectivo de la línea 152 bordeaba
el Parque Lezama, ese que Sabato retrataba en Sobre héroes y tumbas, pero sin Martín, sin Bruno, sin Alejandra…
¿Cuán distintos serán nuestro país, nuestra gente, Buenos Aires y qué se yo
cuánto, de los de aquellos años? A veces pienso que aquél era un país que valía
la pena, pero no tengo manera de comprobarlo; mis cuarenta años me lo impiden.
Supongo, presumo, que la gente era más educada, mejor vestida, sin tatuajes ni
inclinación alguna por ese vandalismo que mutila o enchastra los bienes y
espacios públicos.
Ahí me bajé. Un grupo nutrido de futbolistas
adolescentes corrían o trotaban en la dirección contraria a la de mis pasos.
Crucé por la avenida Martín García y llegué al edificio gubernamental, una
fachada canchera y bien diseñada. Al rato salía de allí con mi ficha censal
docente; tan preciada, tan esperada. Los estruendos de las bombas de una
protesta cercana me llevaron a abordar, sin más, un interno de la línea 70
sobre la avenida Patricios.
Ya durante la tarde, la estación Carlos Gardel
del subte B me recibía muda y desentendida.
¡Cómo no acordarse de Luca! Caminando por Gallo
en dirección a Córdoba imaginé, mirando los árboles y pensando en el calor
vespertino –y comparándolo con el calor estival de otras ciudades; comparación
incierta, por cierto-, esa calle con arboóles
y aquella chica con temor (que pasa)
y los tomates podridos por el sol, y no tengas miedo noooo, y mirás a mi campera y…
Y mi alumno, que me recibía a pocas cuadras, casualmente de
nombre Lukas –¿pueden creerlo? Luca, Lukas, Lucas...-, esperaba mi ayuda para ir clarificando temas y
conceptos del derecho y la educación cívica argentinos.
Domingo 19 de febrero,
Hoy quisiera iniciar una serie de repasos de
las lecturas de estos años. No seguiré ningún orden en particular, ni
cronológico ni temático ni en cuanto a géneros literarios. Como todos ustedes
saben, existe un criterio amplio para la definición de literatura que engloba,
dentro de ella, a cualquier texto escrito, y otro de corte restrictivo, que considera
como literatura propiamente dicha solamente a los escritos de ficción (teatro,
novelas, cuentos y poesía).
Comencemos con Niki o la historia de un perro, del húngaro Tibor Déry (aclaro que no terminé de leerla): se trata de
una obra muy bien escrita; la traducción al castellano es muy buena,
naturalmente. Con una gran maestría, el autor personifica a Niki, una perrita
cuya intrascendencia y simpleza, de tan bien retratada, adquiere dimensiones de
otro calibre. La novela nos muestra también los pormenores de una familia sin
hijos, extremadamente común, que padece las miserias de un régimen
socialista-soviético crecientemente opresor.
Humana Conditio, de Norbert Elias: una obra sobre la
historia reciente de Occidente, que resalta los niveles inusitados de
violencia, el alcance de las guerras y los millones y millones de muertos que
marcaron la primera mitad del siglo XX. Escrito a mediados de los años 80 y
expuesto, si no me equivoco, en una serie de conferencias, en las que Elias
celebra la paz mundial predominante desde 1945, para pasar a realizar un examen
breve de los motivos principales que llevaron a los estados soberanos, a lo
largo de la historia, a enfrentarse unos con otros en contiendas armadas.
De alguna manera, adoptando la óptica realista
para analizar las relaciones internacionales, el autor pone el foco en la
necesidad de todo Estado, a lo largo de la historia de la humanidad, de avanzar
sobre sus vecinos para garantizar su propia seguridad, en un proceso que nunca
encuentra un final definitivo. Por último, un interrogante central –que en
aquel tiempo no pudo ponderar los efectos de la posterior irrupción del terrorismo
internacional, o los del surgimiento de un vasto conflicto entre el Islam y
Occidente- queda entonces planteado en forma casi evidente: ¿podrá el
hombre actual y el del futuro cercano –posmoderno, nativo digital, o como queramos llamarlo- sostener en el tiempo un nuevo orden internacional, signado
por la ausencia de guerras mundiales y conflictos en gran escala?
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