Nos esse quasi
nanos, gigantium humeris insidentes (somos como enanos aupados a hombros de
gigantes)
(Frase atribuida por Juan de Salisbury a
Bernardo de Chartres, filósofo del siglo XII)
Podemos aprender mucho de los antiguos; ellos crearon en el sentido más sublime del
término, estableciendo criterios y pilares que le darían sentido y bases
sólidas a todo el pensamiento posterior. Hoy día se habla en pedagogía de la
necesidad de reconciliar disciplinas
distanciadas unas de otras; es decir, de construir ejes temáticos o módulos
interdisciplinarios o incluso transdisciplinarios. Se trata, entre otras cosas,
de generar un diálogo que enriquezca a las diferentes materias que entran en
contacto a partir de estos abordajes, permitiendo además una comprensión más
global de los fenómenos estudiados.
De esta forma, el objeto material (en este caso
el hombre) compartido por varias ciencias
sociales (la sociología, la antropología, la ciencia política, las ciencias
históricas, etcétera) se rodea de una pluralidad de objetos formales de estudio
(el ser humano en sus distintos roles y condiciones, en términos individuales y
colectivos). A su manera, estas operaciones –que involucran no sólo a pedagogos
sino también a investigadores de las más diversas disciplinas- eran realizadas
espontáneamente por los pensadores de la Antigüedad , que combinaban filosofía y poesía,
mística y matemáticas (los pitagóricos constituyen en este último caso el mejor
ejemplo) y un largo etcétera, que atraviesa siglos y milenios. Y a propósito de
esta travesía histórica de la genialidad y de la creatividad humanas, de más
está decir que los estudios y actividades multifacéticos continuaron durante la
Edad Media y el Renacimiento, especialmente
durante esta última etapa, con Leonardo Da Vinci como máximo exponente.
Sólo a partir de la Revolución Industrial
del siglo XIX, de la mano de los fenomenales avances científicos y técnicos, la
especialización (entendida como la materialización del positivismo y del
cientificismo) teórica y práctica progresaría hasta un punto de no retorno, por decirlo así, fructífero en miles de
aspectos pero, a la larga, contraproducente a la hora de fomentar la
originalidad, la autenticidad e inclusive la honestidad propias de la condición
humana en el mejor sentido del término. Qué quiero decir con esto: que la
excesiva especialización puede llevar a un proceso de deshumanización –tan analizado
por Ortega y Gasset o, desde una postura diferente, por la Teoría Crítica de la Escuela de Frankfurt-, signado por la degradación de las valores éticos y morales propios de la tradición
judeocristiana.
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