Buenos Aires, 3 de
marzo de 1980
Encuentro con
Daniel Arrechea Llamazares, Adrián Dahlmann y Jorge Luis Borges
Borges nos invitó a
tomar el té: ocurrió esto hace relativamente poco tiempo, calculo unos cuatro
meses, más o menos. Lo raro es que nos citó –a las cinco de la tarde- en una
dirección inesperada, imposible de asociar a ninguno de los miembros del Grupo Literario para una Nueva Prosa
Latinoamericana. No recuerdo ahora el lugar exacto, y mi memoria sobre las
circunstancias que enmarcaron la cita, así como mis recuerdos sobre la cita en
sí, se han visto seriamente distorsionados, degradados (y si tuviese que
explicar las causas de esta opacidad no sabría qué responder: pueda que radiquen,
simplemente, en los misterios propios de los procesos mentales expuestos al
paso del tiempo; pueda que obedezcan a baches de corte psicológico o incuso es
posible, aunque menos probable, que respondan a alguna cuestión puramente psíquica
o física).
Como sea, el punto
es que el relato de aquella tarde –bien entrada la primavera, eso lo tengo
claro- no puede ni podrá ser lo que merecería; es decir, una secuencia
narrativa bien estructurada y completa en cuanto a sus componentes más
elementales. Por ejemplo, mis impresiones son tan selectivas como para brindar,
en forma pormenorizada, una descripción del automóvil conducido por Daniel; un automóvil
que, por otra parte, no había visto nunca en mi vida: a posteriori me enteraría
del modelo (un Ford Pinto Coupe traído especialmente desde Panamá), pero recuerdo
perfectamente su diseño, de un estilo clásico y liviano, su estado impecable, sus
paragolpes y llantas cromados, su carrocería de un color verde muy definido, y
su interior sobrio y completamente negro.
Daniel me pasó a
buscar –muy demorado: las cuatro de la tarde previamente pautadas se
transformaron en las cinco menos veinte- por la esquina de Coronel Díaz y Las
Heras. Esperé sentado en el borde de la plaza, al pie de las suaves barrancas,
cada vez más enojado por esa impuntualidad típica de argentinos como él; las mujeres, las señoras mejor
dicho, pasaban con sus tacones, sus faldas, sus aros aperlados, sus prolijos
peinados, los maquillajes esmerados… Me pregunté de dónde sacaban las ganas –y
también el dinero-, necesarias para comprar todo aquello, para arreglarse de
esa forma; me costaba creer, poniéndome en el lugar de ellas, que fuera posible
detenerse y dedicar el tiempo y la concentración que se requiere para tales
menesteres. Horas que podrían consagrarse a la lectura de Luciano de Samosata o
a revivir el pensamiento maniqueo, cristiano y sofisticado –todo eso a la vez-
de Agustín de Hipona, al cine de Louis Malle o a la escucha de la voz bien
rioplatense de Julio Sosa.
Enfrascado estaba
en esos giros especulativos –de patas cortas si se quiere-, con la mirada
perdida cuando el aire fue cortado por el ruido, chocante, de la bocina del
auto de Daniel.
–Bueno, ¡menos mal!
Mi malhumor iba increscendo… –dije, tratando de disimular un fastidio y una
bronca enormes que me oprimían el pecho, combinados con una ansiedad inespecífica-.
Bueno, ya está, no importa…
–Dale, subite. No te hagas mala sangre por
todo, Roberto. Cambiá la cara, che, que nos espera una charla picante hoy. Ya
vas a ver como lo descoloco al viejo: será uno de los mejores escritores de
todos los tiempos… todo lo que quieras, pero lo voy a sacar de sus ciudadelas
de erudición y preciosismo, para bajarlo al barro helado de la Argentina de hoy…
–Pará Daniel. Claro, vas a apelar al recurso
fácil de la contraposición… ¡Te conozco, sos un jodido! Mirá, me imagino
perfectamente la secuencia: vos interpelando con insolencia al pobre Borges,
que ni caminar puede ya, con tus planteos plagados de resentimiento. Ya me lo
imagino: de un lado todos los responsables –los únicos, según tu mirada
retorcida- del deterioro nacional, de esta especie de callejón sin salida: los
militares, la oligarquía y todo el universo social gorila, cualquier idea que
huela a liberalismo…
–¡No es resentimiento, carajo! –Daniel parecía dolido,
mientras aceleraba con fuerza enfilando por Las Heras en dirección al centro-.
¡Siempre me venís con lo mismo, cortála de una vez! No tengo ningún complejo,
asumo mi extracción social sin disimulo; no reniego de nada. ¿Te imaginás a un
acomplejado saliendo con Felicitas Del Carril, hija de Elvira Tezanos Pinto de Ocampo
y nieta de Javier Tezanos Pinto? ¿Te parece Roberto?
–El apellido es de Tezanos Pinto, en todos los casos el apellido original es de
Tezanos Pinto, y así debe ser siempre; por lo visto no lo sabías. Y Felicitas, Felicitas
es divina y es monísima eh; pero vive en otro mundo. Un mundo de revistas internacionales
de moda, de pompones, de la última bota de ski, de los más nimios pormenores de
la quinta Los Abrojos, de los tés
eternos en la casa de los Marinetti…
–Me revientan las injusticias sociales Roberto,
me duelen profundamente, me sublevan. Si tengo odio dentro de mí (algo de lo
que no estoy seguro, por otra parte), es en todo caso un odio abstracto, digamos, un rechazo visceral
de esas desigualdades que representan una genuina afrenta moral...
–Claro, pero la única manera de transformar
esas realidades es, según tu entender, el recurso a la teología de la liberación, fuente de tu amada y perimida revista Cristianismo y Revolución, donde en
apariencia hallamos todas las respuestas, las recetas para una nueva humanidad
libre, auténtica… Revoluciones imposibles, son todas quimeras: es un
pensamiento mágico, fracasado; una apología de la irresponsabilidad –Daniel
giraba la cabeza y me miraba, extrañamente sereno, y luego volvía la vista al
parabrisas, mientras tomaba la avenida Córdoba desde Talcahuano, y yo inhalaba
aire con fuerza para continuar la arremetida-. El infierno son los otros, la frase de Sartre que explica
perfectamente la irresponsabilidad de la que hablo: la culpa es del
imperialismo yanqui ¿no?, que nos impide tomar una parte de Perón y
combinarla con el programa de la Revolución Cubana, ¿no es cierto? Ese es tu
sueño, esa combinación tan impracticable, tan…
–Para vos, Roberto, el infierno lo representamos Marechal, Jorge Abelardo Ramos, Arturo
Jauretche, el padre Carlos Mugica y yo, entre tantos otros (y otras) que son, para vos, muy otros, demasiado otros.
Simplemente porque cometimos o cometemos el pecado de querer, de soñar –para
seguir tu línea argumental- una Argentina de pie, que no se entregue, que
defienda sus intereses, que proteja a su industria y que defienda, por sobre
todas las cosas, a los más débiles. Una Argentina soberana en serio, sin
especulación financiera, y no este país de rodillas, entregado por unos pocos,
donde te detienen o te matan por nada, donde sos un apátrida y un subversivo
simplemente por pensar distinto.
A partir de entonces no tengo claro cómo siguió
la conversación; recuerdo, sí, que pensé –apretando los dientes- una réplica más
o menos de este tipo: sí, sí, vas de vez
en cuando a la parroquia Cristo Obrero
para calmar tus culpas, llevar un poco de comida (cosa que no me parece mal) para
alguna de las tantas familias pobrísimas de la zona, y vibrar –sobre todo
vibrar- con el delirio del inminente advenimiento de la buena nueva: el pueblo próximo
a levantarse para la victoria definitiva, para la instauración de una patria
socialista y cristiana. Un rato después caminás tranquilamente por avenida
Quintana, fumando un cigarro Cienfuegos, buscás a Felicitas por lo de Nelly
Estrada, agarrás tu Fiat 1500 Coupé Vignale (o este auto adicional que tenés
ahora) y terminás en la Munich
de Belgrano o, en su defecto, en Luigi, en Palermo, donde buscás reafirmar tus
prejuicios en las reflexiones de Coco.
Vos pensás que lo
escuchás, creés que es un tipo muy original solo por lo insólito de su aspecto:
su barriga hinchada y su camisa inevitablemente suelta, su pelo canoso todo
revuelto, las cejas gruesas e igual de revueltas; pero es una originalidad
aparente, superficial: su pensamiento es el tuyo, así de simple.
Al final no dije nada de todo eso, no quise
seguirla. Él tampoco: el diálogo prosiguió por carriles más livianos; eso sí lo
recuerdo, pero no podría precisar el contenido. Nos habíamos pasado: el intenso
intercambio verbal y gestual dio lugar a la distracción, y de pronto estábamos ya
a la altura de la calle Junín, junto a la manzana del demolido Hospital de
Clínicas.
Daniel fue el primero en advertirlo (yo tenía
una vaga noción de la ubicación del departamento que le prestaban a Borges;
alguien me había comentado que estaba cerca del Teatro Colón): dobló con
brusquedad por Uriburu y retomó por Paraguay hasta Talcahuano, mientras se
justificaba diciendo: "de golpe se me confundieron los tantos, ¿viste?, y
agarré Córdoba como yendo a la otra casita del viejo, la anterior. ¡Qué pedazo
de!... Bueh, ya está, ya está, no pasa nada."
El Ford Pinto quedó estacionado justo pasando
Viamonte, y Daniel y yo nos bajamos para buscar a Borges. Llegamos a una especie
de edificio muy angosto, bajo y oscuro; la puerta cancel –algo muy inusual en
el centro de Buenos Aires-, probablemente de roble, estaba abierta. Yo me quedé
pegado a la pared del zaguán, con la mirada clavada en los azulejos del piso.
Pasó un rato, no sabría precisar cuánto tiempo, y de repente apareció Borges
caminando con dificultad, del brazo de Rosita Lemos; Daniel detrás secándose la
frente con un pañuelo inglés marca Pyramid,
y el sol tardío que se filtraba por el umbral de la puerta, blanqueando el
dintel y el faldón.
–¡Ah! ¿Cómo le va Borges?, ¡qué gusto verlo!
–dije, visiblemente emocionado.
–Buenas tardes… Antonio, ¿sos vos?, ¿Carrozzi?
–No, no –contestó rápido Daniel-. Disculpe
maestro, Antonio Carrizo no es de la partida, lamentablemente. El señor que lo
saluda es Roberto, de quien en su momento le hablé con relación a…
–No, no lo recuerdo para nada –interrumpió
Borges como desorientado-. No creo haber escuchado ese nombre últimamente. De
todas maneras, si se trata de ese grupo literario nuevo que están
constituyendo, sepan que el ingreso en los laberintos de la anacronía pude
resultar un desafío vano, insuperable. Daniel, eso ya lo hicimos –según dicen
algunos críticos muy entendidos- en los años 40; y digo hicimos porque, lo importante, era darle a nuestro lenguaje el
lugar que debía tener. Y para eso necesitaba enredarme –para darle voz, para
amplificar ese mundo- con resabios y huellas del malevaje y los compadritos…
Sobre todo con la vida anodina y deprimente del arrabal, con sus casas sin
revoque, el hombre y la mujer conversadores; testimonios de la vieja alegría del
milonguero de principios de siglo…
–Nosotros creemos firmemente –dijo Daniel en
tono cortante, acercándose hasta mí y entregándome un manuscrito cuya letra
podía identificar como suya- en la necesidad… en la necesidad imperiosa de
renovar la prosa latinoamericana, de depurarla y acercarla a la gente común. El
propósito trasciende lo meramente literario, y busca constituirse en un hecho
social, cultural. Debemos esforzarnos por propagar una prosa inteligible, que
invite a la reflexión y a la acción transformadora, comprometida.
–El imperativo ético del que siempre hablás –indiqué
e hice una seña para abordar el Ford-. Quizá sea posible compaginar ambos
planos, el ético y el estético. ¿O acaso no creés que en la obra del maestro
subyazca una profunda preocupación ontológica? Maestro –me dirigí a Borges
cambiando de tema, y con cierta sorpresa-, ¿no va a llevar ninguno de sus
bastones?
–No. He decidido concurrir a lo del señor
Adrián Dahlmann desarmado –contestó
con temblorosa ironía-. Puedo entrever estocadas, arteras quizá; pero las
acepto en la medida en que provendrán de gente educada. ¿Porqué evitar la sana conversación?
No creo en blindajes ni encierros: la proverbial timidez argentina (fatalmente inserto
en ella estoy) no me priva del ejercicio de una caballerosidad un poco a
contramano… Quiero decir que no es deliberada, no podría serlo. Déjenme decirles algo más, antes de que subamos al coche, y esto a
propósito del asunto que nos reúne esta tarde: mi escritura más madura no viene
siendo deliberada, en ningún sentido
del término. El que bien escribe –y dejo a otros la ratificación o no de tal
sentencia, con relación a lo que se ha dado en llamar mi obra- nada pretende, al menos externamente. De esta forma suelo
aclarar que la búsqueda de color local
no es, a mi juicio, una meta válida. ¡Pensemos en José Hernández, si no! Tampoco
pretendo develar esencias de un determinado ser o arquetipo (criollo,
argentino, o lo que fuera): juego con todo eso, sí.
–Discúlpeme, estimado Borges, que cambie de
tema –Daniel se mostraba confundido-. Usted acaba de decir que la reunión es en
lo de Dahlmann…
–¡Ah sí, lo había olvidado por completo! La
memoria puede ser un laberinto o por el contrario, puede que alcancemos a librarnos
de sus recovecos, sus esquinas falsas, el innúmero de salidas… Nos aprisiona
cuando tendemos a cuantificar, cuando se entrelaza con el afán de acumulación
material. Supongo que no es mi caso, ¿no es verdad? Bueno, como le decía
–prosiguió Borges con el rostro demudado-, olvidé decirle que hubo un cambio de
planes: el señor Dahlmann me telefoneó ayer para ofrecer su casa como lugar de
encuentro, y me pareció una idea excelente –habida cuenta del origen infame del
sitio elegido inicialmente-, de modo que allá vamos.
Rosita Lemos ayudó
a Borges a sentarse en la butaca delantera del Ford Pinto, y luego se ubicó en
el asiento trasero izquierdo, mientras yo me agachaba para sentarme en el
asiento restante –Daniel ya estaba poniendo en marcha la joyita-, observando la cabellera cana y el saco gris claro de
Borges, de un Borges extrañamente desprovisto de bastón, de modo que sus manos
yacían bajas, como derrotadas; yo, sin embargo, las imaginaba altivas sobre un
puño curvo de estilo chino.
Mi memoria
arbitraria decidió, con empaque, borrar todo lo referente al trayecto desde la
casa de Borges hasta la de Adrián Dahlmann: página en blanco. Mis imágenes mentales
solo recomienzan en el interior del oscuro garaje de la calle Juncal, en los confines
del barrio de la Recoleta. La
penumbra daba un lustre desperfilado a las figuras que dejaban el Ford rumbo a
la puerta con arco de medio punto, adornado con un mosaico granadino. Del otro
lado nos recibía Adrián, el rostro forzadamente hospitalario y amigable.
(Siempre me preguntaba, y me pregunto, si se trata de una máscara poco sutil o
de un aspecto sincero: su tranquilidad me resulta sumamente sospechosa, no hay
nada que hacerle.) Con Borges se detuvo especialmente a conversar en voz muy
baja, en actitud confidencial.
Otro vacío de
factores recordativos se impuso desde ese último instante, para ceder en el
punto en que Rosita le alcanza a Borges un vaso de agua muy fría, que él beberá
con fruición para calmar la tos. Ya repuesto, ensaya una contestación pausada
al comentario previo de Daniel, del que sólo conservo un eco muy oscuro,
desfigurado: no es posible ensayar aserciones
que impacten en el tiempo y en el espacio, al menos no de la manera que usted,
estimado Daniel, supone necesaria y hasta obligatoria, por lo visto, de parte
de un escritor que se precie de serlo. No debemos aspirar a tanto: ¿qué es eso
de la eficacia del lenguaje, de la acción que desata o enmarca un simple
párrafo, la palabra escrita en general? Eso es una cursilería; cuando se
escribe no se piensa de una forma específica, ¿no le parece?
–Discúlpeme, Borges
–Daniel responde reacomodando su cuerpo en un sillón de madera oscura y
terciopelo verde-, con todo el respeto y la admiración que le profeso, disiento
radicalmente. No encuentro otra forma de decirlo: ¿qué nos queda si no? ¿Acaso
no somos observadores de una realidad que nos interpela constantemente? ¿Cómo
poner distancia, cómo evadirse de las humillaciones, de la opresión? América
Latina es una realidad concreta, profundamente concreta, y nuestro deber es
registrarla, describirla; y en esa descripción detonar un llamamiento, sacudir
conciencias.
–En eso Borges es claro, Daniel –repuso Adrián
con una voz suave y casi melódica-. La cuestión de las orientaciones me parece
central y suscribo la postura de Borges, sin duda: no hay destinatarios en la
literatura narrativa que nos interesa: en el cuento, la novela, y tampoco en la
poesía. Podés apartarte enteramente de la ficción y dedicarte al ensayo o al
género biográfico, y dar rienda suelta a tus pasiones. En el panfleto, en el
folleto, tenés múltiples opciones para canalizar tu imparcialidad, tu acentuado
sesgo; pero a la hora de dar cuenta de los hechos que tanto nos afligen o
interesan empobrece tu trabajo, tu esfuerzo: todos esos papeles que escribís y
tachás, reelaborándolos, llenos de vigor y elocuencia están, desgraciadamente,
empequeñecidos por tu incapacidad de poner distancia, de mirar en perspectiva.
–Cambiando de tema –dije con énfasis, con una
autoridad que de todos modos suponía ausente-, creo que deberíamos abordar la
cuestión que nos trajo hasta aquí. Quiero decir, los alcances y las posibilidades
de empujar, aún no me explico cómo, una genuina renovación de la prosa
latinoamericana. Por otra parte, ¿porqué limitarnos a la narrativa más
reciente, convencional y citadina? ¿Acaso no valdría la pena incluir variantes
como la novela poemática, los poemas en prosa o el verso libre? Y no me vengan
con eso de la obsolescencia y el anacronismo. Para mí un Ricardo Güiraldes, un
Estanislao del Campo, un Carlos Guido y Spano, un Fray Mocho… podría seguir;
bueno, son todos exponentes –más allá de sus diferencias- de una literatura nacional
perenne, inoxidable. El innegable el predominio de la poesía, al menos durante
el siglo XIX
y hasta bien entrado el
actual, constituye una especie de basamento
de nuestras letras. Cimientos compuestos de varias capas, digámoslo así,
espejos peculiares del proceso literario europeo. Me remonto a la Colonia: la fraseología
hidalga y barroca del siglo XVII, la verba neoclásica, el maremagnum
desatado por un romanticismo que llegaba tarde (pienso en Esteban Echeverría);
y luego las dos vertientes de la reacción: de un lado el Parnaso (Borges, usted
podría explayarse respecto de sus reflejos locales), el simbolismo y el
modernismo, y del otro la novela naturalista y el realismo. Después las
vanguardias, el boom latinoamericano…
–No nos podemos ir tan atrás, Roberto –contestó
Daniel-; es impensable un raconto o revisión semejante. Reconozco el aporte de
muchos poetas y pensadores, de aquí y de otros países de Hispanoamérica al
brillo y a la hondura de nuestra literatura, pero ese no es el punto. Además,
no podemos circunscribirnos a las letras argentinas; no es ese el propósito del
grupo que estamos conformando. Hace unos días almorcé con Abelardo Castillo para
transmitirle nuestro proyecto; me escuchaba con atención y pareció muy entusiasmado.
Quiere ser parte de esto y me recomendó lo siguiente: que demos a luz una
publicación literaria rupturista, audaz, de una significación equivalente a la
revista Martín Fierro en los años 20.
–Tengan a bien no empantanarse en las charcas
de la imprudencia –aconsejó Borges
aclarándose la voz-. No olviden la importancia de lo perdurable: no vaya a ser
que den un simple relumbrón y luego
se vayan apagando… Yo recuerdo, ustedes lo saben, mis colaboraciones en Martín Fierro. Casi que me arrepiento;
un individualista spenceriano como yo publicando artículos en una revista de
futuristas, de nacionalistas. No olviden, además, que las verdaderas
renovaciones no nacen de una premeditación vacía; ustedes pretenden planificarla
y de esa forma solamente obtendrán páginas desfloradas, textos acotados,
atrofiados… La buena literatura, la que vale la pena y se lee sin obligación es
ajena a las elucubraciones del ideólogo. Las buenas páginas son libres,
sinceras, libradas de todo compromiso que no sea el del autor consigo mismo.
–Borges –repuso Daniel suavizando la voz-,
déjeme decirle algo: este proyecto promueve una renovación, una revitalización
si usted quiere, de la literatura como arte; claro que sí, con la espontaneidad
propia del discurso creado, de la inventiva y del ímpetu creador. Pero no
podemos escindirnos de un proceso histórico muy denso y complejo: el de una
América Latina a la que no han dejado ser… Y estamos inmersos en eso; hay una
historia viva, que deja sus marcas,
sus cicatrices, y tenemos esa otra historia, yo diría superflua, muchas veces expresada en letras muertas, carentes de
significación histórica. Roberto acaba de mencionar a Guido y Spano: ¿qué
relevancia puede tener hoy día esa poesía del siglo pasado, que no sea
simplemente un entretenimiento estético-lingüístico? Nuestros desafíos, como
nación, como sociedad en ebullición, nada tienen que ver con los de aquella
edad supuestamente dorada y progresista, pero en realidad plagada de
desigualdades y cegueras, profundamente antipopular. Por supuesto que cualquier
autor o género, de cualquier época y lugar tendrá su espacio en las
publicaciones que surjan de este grupo; sin embargo, nuestro eje se centrará en
indagar y remover la prosa latinoamericana
actual y la del pasado reciente. Todo lo anterior será para nosotros secundario,
en tanto desprovisto de la resonancia que sí tienen, huelga decirlo, las letras
de los últimos veinte o treinta años.
–Bueno, en tal caso ese segundo plano –hice un
ademán y señalé, con mi mano derecha, la hilera trasera de piezas negras,
seguramente de cobre, sobre un antiguo tablero de ajedrez (imagino que de
madera de álamo) de bordes cuidadosamente tallados, y una laguna se adueñó
temporalmente de mi mente…
–Quisiera tomar un café;
no, no, mejor un té, con dos cucharitas de azúcar por favor –Borges ocupó el
lugar del silencio-. Pienso en el gaucho, sigo pensando en él: anhelo de
inmensidad, de horizonte a la vista; esa mezcla de rosa y violeta, el cielo
completo, el mar de cardos y ortigas, la proliferación de hormigueros, el barro
y el polvo… La pobreza de la pampa rica, que es como una cancha de fútbol
interminable; por eso el fútbol encaja bien con el argentino. Es espacial la
clave, ahí podemos encontrar la caja de cambios
de nuestro tiempo; sí, la indefinición
del espacio: ¿dónde finaliza la ciudad?, ¿dónde arranca el campo? La ausencia
de certezas nos deja en el suburbio y, por ende, Argentina es ante todo el
suburbio; Argentina, el país profundo quiero decir, se condensa en los
suburbios, los viejos arrabales –Borges toma el té con dificultad, sus
movimientos muestran cierta desconexión y lentitud.
–Eso es exactamente así,
la patria negada, despreciada… –Daniel coincidía con Borges esta vez.
–Bueno –Adrián levantó el
tono de voz-, esto se está volviendo demasiado repetitivo. En cualquier caso,
Roberto, creo que deberíamos programar una visita a la biblioteca de Gustavo
Fillol Day.
–Gustavo Fillol Day… –repetí apagando progresivamente la
voz, y un silencio compacto invadió el salón.
No recuerdo nada
más, prácticamente. Desconozco inclusive cómo volví a ese departamento –mi
departamento- tan blanco y tan gris, angosto y de ventanas ausentes y apagadas,
abarrotado de libros, de aire fresco y escaso, de aire viejo. Borges estaba
como en otra cosa, perdido en su saturado universo interior; Daniel estornudaba
y empalidecía, y luego todas las figuras humanas presentes se replegarían de
una manera imposible de describir, inefable, en un contorno de aromas y colores
naranjas, o mejor dicho relativos a un naranja claro, amarillento, pálido. Me
viene a la mente, eso sí, el súbito dolor de cabeza que invadió mi ser cuando
las últimas palabras de Adrián, entremezclado con una fría somnolencia y la
sensación de que todo se opacaba, una realidad y un encuentro que se
desintegraban. Nunca más los volví a ver, a ninguno de ellos, nunca más, pero
estarán siempre conmigo.