lunes, 27 de julio de 2020

Nos esse quasi nanos, gigantium humeris insidentes

Nos esse quasi nanos, gigantium humeris insidentes (somos como enanos aupados a hombros de gigantes)

(Frase atribuida por Juan de Salisbury a Bernardo de Chartres, filósofo del siglo XII)

Podemos aprender mucho de los antiguos; ellos crearon en el sentido más sublime del término, estableciendo criterios y pilares que le darían sentido y bases sólidas a todo el pensamiento posterior. Hoy día se habla en pedagogía de la necesidad de reconciliar disciplinas distanciadas unas de otras; es decir, de construir ejes temáticos o módulos interdisciplinarios o incluso transdisciplinarios. Se trata, entre otras cosas, de generar un diálogo que enriquezca a las diferentes materias que entran en contacto a partir de estos abordajes, permitiendo además una comprensión más global de los fenómenos estudiados.
De esta forma, el objeto material (en este caso el hombre) compartido por varias ciencias sociales (la sociología, la antropología, la ciencia política, las ciencias históricas, etcétera) se rodea de una pluralidad de objetos formales de estudio (el ser humano en sus distintos roles y condiciones, en términos individuales y colectivos). A su manera, estas operaciones –que involucran no sólo a pedagogos sino también a investigadores de las más diversas disciplinas- eran realizadas espontáneamente por los pensadores de la Antigüedad, que combinaban filosofía y poesía, mística y matemáticas (los pitagóricos constituyen en este último caso el mejor ejemplo) y un largo etcétera, que atraviesa siglos y milenios. Y a propósito de esta travesía histórica de la genialidad y de la creatividad humanas, de más está decir que los estudios y actividades multifacéticos continuaron durante la Edad Media y el Renacimiento, especialmente durante esta última etapa, con Leonardo Da Vinci como máximo exponente. 
Sólo a partir de la Revolución Industrial del siglo XIX, de la mano de los fenomenales avances científicos y técnicos, la especialización (entendida como la materialización del positivismo y del cientificismo) teórica y práctica progresaría hasta un punto de no retorno, por decirlo así, fructífero en miles de aspectos pero, a la larga, contraproducente a la hora de fomentar la originalidad, la autenticidad e inclusive la honestidad propias de la condición humana en el mejor sentido del término. Qué quiero decir con esto: que la excesiva especialización puede llevar a un proceso de deshumanización –tan analizado por Ortega y Gasset o, desde una postura diferente, por la Teoría Crítica de la Escuela de Frankfurt-, signado por la degradación de las valores éticos y morales propios de la tradición judeocristiana.            

sábado, 11 de julio de 2020

Encuentro con Daniel Arrechea Llamazares, Adrián Dahlmann y Jorge Luis Borges

Buenos Aires, 3 de marzo de 1980

Encuentro con Daniel Arrechea Llamazares, Adrián Dahlmann y Jorge Luis Borges    

Borges nos invitó a tomar el té: ocurrió esto hace relativamente poco tiempo, calculo unos cuatro meses, más o menos. Lo raro es que nos citó –a las cinco de la tarde- en una dirección inesperada, imposible de asociar a ninguno de los miembros del Grupo Literario para una Nueva Prosa Latinoamericana. No recuerdo ahora el lugar exacto, y mi memoria sobre las circunstancias que enmarcaron la cita, así como mis recuerdos sobre la cita en sí, se han visto seriamente distorsionados, degradados (y si tuviese que explicar las causas de esta opacidad no sabría qué responder: pueda que radiquen, simplemente, en los misterios propios de los procesos mentales expuestos al paso del tiempo; pueda que obedezcan a baches de corte psicológico o incuso es posible, aunque menos probable, que respondan a alguna cuestión puramente psíquica o física).
Como sea, el punto es que el relato de aquella tarde –bien entrada la primavera, eso lo tengo claro- no puede ni podrá ser lo que merecería; es decir, una secuencia narrativa bien estructurada y completa en cuanto a sus componentes más elementales. Por ejemplo, mis impresiones son tan selectivas como para brindar, en forma pormenorizada, una descripción del automóvil conducido por Daniel; un automóvil que, por otra parte, no había visto nunca en mi vida: a posteriori me enteraría del modelo (un Ford Pinto Coupe traído especialmente desde Panamá), pero recuerdo perfectamente su diseño, de un estilo clásico y liviano, su estado impecable, sus paragolpes y llantas cromados, su carrocería de un color verde muy definido, y su interior sobrio y completamente negro.                     
Daniel me pasó a buscar –muy demorado: las cuatro de la tarde previamente pautadas se transformaron en las cinco menos veinte- por la esquina de Coronel Díaz y Las Heras. Esperé sentado en el borde de la plaza, al pie de las suaves barrancas, cada vez más enojado por esa impuntualidad típica de argentinos como él; las mujeres, las señoras mejor dicho, pasaban con sus tacones, sus faldas, sus aros aperlados, sus prolijos peinados, los maquillajes esmerados… Me pregunté de dónde sacaban las ganas –y también el dinero-, necesarias para comprar todo aquello, para arreglarse de esa forma; me costaba creer, poniéndome en el lugar de ellas, que fuera posible detenerse y dedicar el tiempo y la concentración que se requiere para tales menesteres. Horas que podrían consagrarse a la lectura de Luciano de Samosata o a revivir el pensamiento maniqueo, cristiano y sofisticado –todo eso a la vez- de Agustín de Hipona, al cine de Louis Malle o a la escucha de la voz bien rioplatense de Julio Sosa.                        
Enfrascado estaba en esos giros especulativos –de patas cortas si se quiere-, con la mirada perdida cuando el aire fue cortado por el ruido, chocante, de la bocina del auto de Daniel.    
–Bueno, ¡menos mal! Mi malhumor iba increscendo… –dije, tratando de disimular un fastidio y una bronca enormes que me oprimían el pecho, combinados con una ansiedad inespecífica-. Bueno, ya está, no importa…

–Dale, subite. No te hagas mala sangre por todo, Roberto. Cambiá la cara, che, que nos espera una charla picante hoy. Ya vas a ver como lo descoloco al viejo: será uno de los mejores escritores de todos los tiempos… todo lo que quieras, pero lo voy a sacar de sus ciudadelas de erudición y preciosismo, para bajarlo al barro helado de la Argentina de hoy…

–Pará Daniel. Claro, vas a apelar al recurso fácil de la contraposición… ¡Te conozco, sos un jodido! Mirá, me imagino perfectamente la secuencia: vos interpelando con insolencia al pobre Borges, que ni caminar puede ya, con tus planteos plagados de resentimiento. Ya me lo imagino: de un lado todos los responsables –los únicos, según tu mirada retorcida- del deterioro nacional, de esta especie de callejón sin salida: los militares, la oligarquía y todo el universo social gorila, cualquier idea que huela a liberalismo…

–¡No es resentimiento, carajo! –Daniel parecía dolido, mientras aceleraba con fuerza enfilando por Las Heras en dirección al centro-. ¡Siempre me venís con lo mismo, cortála de una vez! No tengo ningún complejo, asumo mi extracción social sin disimulo; no reniego de nada. ¿Te imaginás a un acomplejado saliendo con Felicitas Del Carril, hija de Elvira Tezanos Pinto de Ocampo y nieta de Javier Tezanos Pinto? ¿Te parece Roberto?

–El apellido es de Tezanos Pinto, en todos los casos el apellido original es de Tezanos Pinto, y así debe ser siempre; por lo visto no lo sabías. Y Felicitas, Felicitas es divina y es monísima eh; pero vive en otro mundo. Un mundo de revistas internacionales de moda, de pompones, de la última bota de ski, de los más nimios pormenores de la quinta Los Abrojos, de los tés eternos en la casa de los Marinetti…

–Me revientan las injusticias sociales Roberto, me duelen profundamente, me sublevan. Si tengo odio dentro de mí (algo de lo que no estoy seguro, por otra parte), es en todo caso un odio abstracto, digamos, un rechazo visceral de esas desigualdades que representan una genuina afrenta moral...

–Claro, pero la única manera de transformar esas realidades es, según tu entender, el recurso a la teología de la liberación, fuente de tu amada y perimida revista Cristianismo y Revolución, donde en apariencia hallamos todas las respuestas, las recetas para una nueva humanidad libre, auténtica… Revoluciones imposibles, son todas quimeras: es un pensamiento mágico, fracasado; una apología de la irresponsabilidad –Daniel giraba la cabeza y me miraba, extrañamente sereno, y luego volvía la vista al parabrisas, mientras tomaba la avenida Córdoba desde Talcahuano, y yo inhalaba aire con fuerza para continuar la arremetida-. El infierno son los otros, la frase de Sartre que explica perfectamente la irresponsabilidad de la que hablo: la culpa es del imperialismo yanqui ¿no?, que nos impide tomar una parte de Perón y combinarla con el programa de la Revolución Cubana, ¿no es cierto? Ese es tu sueño, esa combinación tan impracticable, tan…                          

–Para vos, Roberto, el infierno lo representamos Marechal, Jorge Abelardo Ramos, Arturo Jauretche, el padre Carlos Mugica y yo, entre tantos otros (y otras) que son, para vos, muy otros, demasiado otros. Simplemente porque cometimos o cometemos el pecado de querer, de soñar –para seguir tu línea argumental- una Argentina de pie, que no se entregue, que defienda sus intereses, que proteja a su industria y que defienda, por sobre todas las cosas, a los más débiles. Una Argentina soberana en serio, sin especulación financiera, y no este país de rodillas, entregado por unos pocos, donde te detienen o te matan por nada, donde sos un apátrida y un subversivo simplemente por pensar distinto.                        

A partir de entonces no tengo claro cómo siguió la conversación; recuerdo, sí, que pensé –apretando los dientes- una réplica más o menos de este tipo: sí, sí, vas de vez en cuando a la  parroquia Cristo Obrero para calmar tus culpas, llevar un poco de comida (cosa que no me parece mal) para alguna de las tantas familias pobrísimas de la zona, y vibrar –sobre todo vibrar- con el delirio del inminente advenimiento de la buena nueva: el pueblo próximo a levantarse para la victoria definitiva, para la instauración de una patria socialista y cristiana. Un rato después caminás tranquilamente por avenida Quintana, fumando un cigarro Cienfuegos, buscás a Felicitas por lo de Nelly Estrada, agarrás tu Fiat 1500 Coupé Vignale (o este auto adicional que tenés ahora) y terminás en la Munich de Belgrano o, en su defecto, en Luigi, en Palermo, donde buscás reafirmar tus prejuicios en las reflexiones de Coco.
Vos pensás que lo escuchás, creés que es un tipo muy original solo por lo insólito de su aspecto: su barriga hinchada y su camisa inevitablemente suelta, su pelo canoso todo revuelto, las cejas gruesas e igual de revueltas; pero es una originalidad aparente, superficial: su pensamiento es el tuyo, así de simple.                      

Al final no dije nada de todo eso, no quise seguirla. Él tampoco: el diálogo prosiguió por carriles más livianos; eso sí lo recuerdo, pero no podría precisar el contenido. Nos habíamos pasado: el intenso intercambio verbal y gestual dio lugar a la distracción, y de pronto estábamos ya a la altura de la calle Junín, junto a la manzana del demolido Hospital de Clínicas.
Daniel fue el primero en advertirlo (yo tenía una vaga noción de la ubicación del departamento que le prestaban a Borges; alguien me había comentado que estaba cerca del Teatro Colón): dobló con brusquedad por Uriburu y retomó por Paraguay hasta Talcahuano, mientras se justificaba diciendo: "de golpe se me confundieron los tantos, ¿viste?, y agarré Córdoba como yendo a la otra casita del viejo, la anterior. ¡Qué pedazo de!... Bueh, ya está, ya está, no pasa nada."                               
El Ford Pinto quedó estacionado justo pasando Viamonte, y Daniel y yo nos bajamos para buscar a Borges. Llegamos a una especie de edificio muy angosto, bajo y oscuro; la puerta cancel –algo muy inusual en el centro de Buenos Aires-, probablemente de roble, estaba abierta. Yo me quedé pegado a la pared del zaguán, con la mirada clavada en los azulejos del piso. Pasó un rato, no sabría precisar cuánto tiempo, y de repente apareció Borges caminando con dificultad, del brazo de Rosita Lemos; Daniel detrás secándose la frente con un pañuelo inglés marca Pyramid, y el sol tardío que se filtraba por el umbral de la puerta, blanqueando el dintel y el faldón.                              

–¡Ah! ¿Cómo le va Borges?, ¡qué gusto verlo! –dije, visiblemente emocionado.

–Buenas tardes… Antonio, ¿sos vos?, ¿Carrozzi?

–No, no –contestó rápido Daniel-. Disculpe maestro, Antonio Carrizo no es de la partida, lamentablemente. El señor que lo saluda es Roberto, de quien en su momento le hablé con relación a…              
                      
–No, no lo recuerdo para nada –interrumpió Borges como desorientado-. No creo haber escuchado ese nombre últimamente. De todas maneras, si se trata de ese grupo literario nuevo que están constituyendo, sepan que el ingreso en los laberintos de la anacronía pude resultar un desafío vano, insuperable. Daniel, eso ya lo hicimos –según dicen algunos críticos muy entendidos- en los años 40; y digo hicimos porque, lo importante, era darle a nuestro lenguaje el lugar que debía tener. Y para eso necesitaba enredarme –para darle voz, para amplificar ese mundo- con resabios y huellas del malevaje y los compadritos… Sobre todo con la vida anodina y deprimente del arrabal, con sus casas sin revoque, el hombre y la mujer conversadores; testimonios de la vieja alegría del milonguero de principios de siglo…

–Nosotros creemos firmemente –dijo Daniel en tono cortante, acercándose hasta mí y entregándome un manuscrito cuya letra podía identificar como suya- en la necesidad… en la necesidad imperiosa de renovar la prosa latinoamericana, de depurarla y acercarla a la gente común. El propósito trasciende lo meramente literario, y busca constituirse en un hecho social, cultural. Debemos esforzarnos por propagar una prosa inteligible, que invite a la reflexión y a la acción transformadora, comprometida.          

–El imperativo ético del que siempre hablás –indiqué e hice una seña para abordar el Ford-. Quizá sea posible compaginar ambos planos, el ético y el estético. ¿O acaso no creés que en la obra del maestro subyazca una profunda preocupación ontológica? Maestro –me dirigí a Borges cambiando de tema, y con cierta sorpresa-, ¿no va a llevar ninguno de sus bastones?                      

–No. He decidido concurrir a lo del señor Adrián Dahlmann desarmado –contestó con temblorosa ironía-. Puedo entrever estocadas, arteras quizá; pero las acepto en la medida en que provendrán de gente educada. ¿Porqué evitar la sana conversación? No creo en blindajes ni encierros: la proverbial timidez argentina (fatalmente inserto en ella estoy) no me priva del ejercicio de una caballerosidad un poco a contramano… Quiero decir que no es deliberada, no podría serlo. Déjenme decirles algo más, antes de que subamos al coche, y esto a propósito del asunto que nos reúne esta tarde: mi escritura más madura no viene siendo deliberada, en ningún sentido del término. El que bien escribe –y dejo a otros la ratificación o no de tal sentencia, con relación a lo que se ha dado en llamar mi obra- nada pretende, al menos externamente. De esta forma suelo aclarar que la búsqueda de color local no es, a mi juicio, una meta válida. ¡Pensemos en José Hernández, si no! Tampoco pretendo develar esencias de un determinado ser o arquetipo (criollo, argentino, o lo que fuera): juego con todo eso, sí.                   

–Discúlpeme, estimado Borges, que cambie de tema –Daniel se mostraba confundido-. Usted acaba de decir que la reunión es en lo de Dahlmann…     

–¡Ah sí, lo había olvidado por completo! La memoria puede ser un laberinto o por el contrario, puede que alcancemos a librarnos de sus recovecos, sus esquinas falsas, el innúmero de salidas… Nos aprisiona cuando tendemos a cuantificar, cuando se entrelaza con el afán de acumulación material. Supongo que no es mi caso, ¿no es verdad? Bueno, como le decía –prosiguió Borges con el rostro demudado-, olvidé decirle que hubo un cambio de planes: el señor Dahlmann me telefoneó ayer para ofrecer su casa como lugar de encuentro, y me pareció una idea excelente –habida cuenta del origen infame del sitio elegido inicialmente-, de modo que allá vamos.                

Rosita Lemos ayudó a Borges a sentarse en la butaca delantera del Ford Pinto, y luego se ubicó en el asiento trasero izquierdo, mientras yo me agachaba para sentarme en el asiento restante –Daniel ya estaba poniendo en marcha la joyita-, observando la cabellera cana y el saco gris claro de Borges, de un Borges extrañamente desprovisto de bastón, de modo que sus manos yacían bajas, como derrotadas; yo, sin embargo, las imaginaba altivas sobre un puño curvo de estilo chino.         
Mi memoria arbitraria decidió, con empaque, borrar todo lo referente al trayecto desde la casa de Borges hasta la de Adrián Dahlmann: página en blanco. Mis imágenes mentales solo recomienzan en el interior del oscuro garaje de la calle Juncal, en los confines del barrio de la Recoleta. La penumbra daba un lustre desperfilado a las figuras que dejaban el Ford rumbo a la puerta con arco de medio punto, adornado con un mosaico granadino. Del otro lado nos recibía Adrián, el rostro forzadamente hospitalario y amigable. (Siempre me preguntaba, y me pregunto, si se trata de una máscara poco sutil o de un aspecto sincero: su tranquilidad me resulta sumamente sospechosa, no hay nada que hacerle.) Con Borges se detuvo especialmente a conversar en voz muy baja, en actitud confidencial.
Otro vacío de factores recordativos se impuso desde ese último instante, para ceder en el punto en que Rosita le alcanza a Borges un vaso de agua muy fría, que él beberá con fruición para calmar la tos. Ya repuesto, ensaya una contestación pausada al comentario previo de Daniel, del que sólo conservo un eco muy oscuro, desfigurado: no es posible ensayar aserciones que impacten en el tiempo y en el espacio, al menos no de la manera que usted, estimado Daniel, supone necesaria y hasta obligatoria, por lo visto, de parte de un escritor que se precie de serlo. No debemos aspirar a tanto: ¿qué es eso de la eficacia del lenguaje, de la acción que desata o enmarca un simple párrafo, la palabra escrita en general? Eso es una cursilería; cuando se escribe no se piensa de una forma específica, ¿no le parece?

Discúlpeme, Borges –Daniel responde reacomodando su cuerpo en un sillón de madera oscura y terciopelo verde-, con todo el respeto y la admiración que le profeso, disiento radicalmente. No encuentro otra forma de decirlo: ¿qué nos queda si no? ¿Acaso no somos observadores de una realidad que nos interpela constantemente? ¿Cómo poner distancia, cómo evadirse de las humillaciones, de la opresión? América Latina es una realidad concreta, profundamente concreta, y nuestro deber es registrarla, describirla; y en esa descripción detonar un llamamiento, sacudir conciencias.

–En eso Borges es claro, Daniel –repuso Adrián con una voz suave y casi melódica-. La cuestión de las orientaciones me parece central y suscribo la postura de Borges, sin duda: no hay destinatarios en la literatura narrativa que nos interesa: en el cuento, la novela, y tampoco en la poesía. Podés apartarte enteramente de la ficción y dedicarte al ensayo o al género biográfico, y dar rienda suelta a tus pasiones. En el panfleto, en el folleto, tenés múltiples opciones para canalizar tu imparcialidad, tu acentuado sesgo; pero a la hora de dar cuenta de los hechos que tanto nos afligen o interesan empobrece tu trabajo, tu esfuerzo: todos esos papeles que escribís y tachás, reelaborándolos, llenos de vigor y elocuencia están, desgraciadamente, empequeñecidos por tu incapacidad de poner distancia, de mirar en perspectiva.

–Cambiando de tema –dije con énfasis, con una autoridad que de todos modos suponía ausente-, creo que deberíamos abordar la cuestión que nos trajo hasta aquí. Quiero decir, los alcances y las posibilidades de empujar, aún no me explico cómo, una genuina renovación de la prosa latinoamericana. Por otra parte, ¿porqué limitarnos a la narrativa más reciente, convencional y citadina? ¿Acaso no valdría la pena incluir variantes como la novela poemática, los poemas en prosa o el verso libre? Y no me vengan con eso de la obsolescencia y el anacronismo. Para mí un Ricardo Güiraldes, un Estanislao del Campo, un Carlos Guido y Spano, un Fray Mocho… podría seguir; bueno, son todos exponentes –más allá de sus diferencias- de una literatura nacional perenne, inoxidable. El innegable el predominio de la poesía, al menos durante el siglo XIX y hasta bien entrado el actual, constituye una especie de basamento de nuestras letras. Cimientos compuestos de varias capas, digámoslo así, espejos peculiares del proceso literario europeo. Me remonto a la Colonia: la fraseología hidalga y barroca del siglo XVII, la verba neoclásica, el maremagnum desatado por un romanticismo que llegaba tarde (pienso en Esteban Echeverría); y luego las dos vertientes de la reacción: de un lado el Parnaso (Borges, usted podría explayarse respecto de sus reflejos locales), el simbolismo y el modernismo, y del otro la novela naturalista y el realismo. Después las vanguardias, el boom latinoamericano…

–No nos podemos ir tan atrás, Roberto –contestó Daniel-; es impensable un raconto o revisión semejante. Reconozco el aporte de muchos poetas y pensadores, de aquí y de otros países de Hispanoamérica al brillo y a la hondura de nuestra literatura, pero ese no es el punto. Además, no podemos circunscribirnos a las letras argentinas; no es ese el propósito del grupo que estamos conformando. Hace unos días almorcé con Abelardo Castillo para transmitirle nuestro proyecto; me escuchaba con atención y pareció muy entusiasmado. Quiere ser parte de esto y me recomendó lo siguiente: que demos a luz una publicación literaria rupturista, audaz, de una significación equivalente a la revista Martín Fierro en los años 20.                     

–Tengan a bien no empantanarse en las charcas de la imprudencia –aconsejó Borges aclarándose la voz-. No olviden la importancia de lo perdurable: no vaya a ser que den un simple relumbrón y luego se vayan apagando… Yo recuerdo, ustedes lo saben, mis colaboraciones en Martín Fierro. Casi que me arrepiento; un individualista spenceriano como yo publicando artículos en una revista de futuristas, de nacionalistas. No olviden, además, que las verdaderas renovaciones no nacen de una premeditación vacía; ustedes pretenden planificarla y de esa forma solamente obtendrán páginas desfloradas, textos acotados, atrofiados… La buena literatura, la que vale la pena y se lee sin obligación es ajena a las elucubraciones del ideólogo. Las buenas páginas son libres, sinceras, libradas de todo compromiso que no sea el del autor consigo mismo.

–Borges –repuso Daniel suavizando la voz-, déjeme decirle algo: este proyecto promueve una renovación, una revitalización si usted quiere, de la literatura como arte; claro que sí, con la espontaneidad propia del discurso creado, de la inventiva y del ímpetu creador. Pero no podemos escindirnos de un proceso histórico muy denso y complejo: el de una América Latina a la que no han dejado ser… Y estamos inmersos en eso; hay una historia viva, que deja sus marcas, sus cicatrices, y tenemos esa otra historia, yo diría superflua, muchas veces expresada en letras muertas, carentes de significación histórica. Roberto acaba de mencionar a Guido y Spano: ¿qué relevancia puede tener hoy día esa poesía del siglo pasado, que no sea simplemente un entretenimiento estético-lingüístico? Nuestros desafíos, como nación, como sociedad en ebullición, nada tienen que ver con los de aquella edad supuestamente dorada y progresista, pero en realidad plagada de desigualdades y cegueras, profundamente antipopular. Por supuesto que cualquier autor o género, de cualquier época y lugar tendrá su espacio en las publicaciones que surjan de este grupo; sin embargo, nuestro eje se centrará en indagar y remover la prosa latinoamericana actual y la del pasado reciente. Todo lo anterior será para nosotros secundario, en tanto desprovisto de la resonancia que sí tienen, huelga decirlo, las letras de los últimos veinte o treinta años.           

–Bueno, en tal caso ese segundo plano –hice un ademán y señalé, con mi mano derecha, la hilera trasera de piezas negras, seguramente de cobre, sobre un antiguo tablero de ajedrez (imagino que de madera de álamo) de bordes cuidadosamente tallados, y una laguna se adueñó temporalmente de mi mente…

Quisiera tomar un café; no, no, mejor un té, con dos cucharitas de azúcar por favor –Borges ocupó el lugar del silencio-. Pienso en el gaucho, sigo pensando en él: anhelo de inmensidad, de horizonte a la vista; esa mezcla de rosa y violeta, el cielo completo, el mar de cardos y ortigas, la proliferación de hormigueros, el barro y el polvo… La pobreza de la pampa rica, que es como una cancha de fútbol interminable; por eso el fútbol encaja bien con el argentino. Es espacial la clave, ahí podemos encontrar la caja de cambios de nuestro tiempo; sí, la indefinición del espacio: ¿dónde finaliza la ciudad?, ¿dónde arranca el campo? La ausencia de certezas nos deja en el suburbio y, por ende, Argentina es ante todo el suburbio; Argentina, el país profundo quiero decir, se condensa en los suburbios, los viejos arrabales –Borges toma el té con dificultad, sus movimientos muestran cierta desconexión y lentitud.          

Eso es exactamente así, la patria negada, despreciada… Daniel coincidía con Borges esta vez.

Bueno –Adrián levantó el tono de voz-, esto se está volviendo demasiado repetitivo. En cualquier caso, Roberto, creo que deberíamos programar una visita a la biblioteca de Gustavo Fillol Day.

Gustavo Fillol Day… –repetí apagando progresivamente la voz, y un silencio compacto invadió el salón.   


No recuerdo nada más, prácticamente. Desconozco inclusive cómo volví a ese departamento –mi departamento- tan blanco y tan gris, angosto y de ventanas ausentes y apagadas, abarrotado de libros, de aire fresco y escaso, de aire viejo. Borges estaba como en otra cosa, perdido en su saturado universo interior; Daniel estornudaba y empalidecía, y luego todas las figuras humanas presentes se replegarían de una manera imposible de describir, inefable, en un contorno de aromas y colores naranjas, o mejor dicho relativos a un naranja claro, amarillento, pálido. Me viene a la mente, eso sí, el súbito dolor de cabeza que invadió mi ser cuando las últimas palabras de Adrián, entremezclado con una fría somnolencia y la sensación de que todo se opacaba, una realidad y un encuentro que se desintegraban. Nunca más los volví a ver, a ninguno de ellos, nunca más, pero estarán siempre conmigo.