miércoles, 29 de marzo de 2017

Carta a un amigo imaginario (lo llamaremos Adrián Dahlmann).


Lisboa, 3 de marzo de 1962

Querido Adrián,

Ayer por la tarde, después de varios días de lluvia fría, con ese aire atlántico tan propio de estas tierras lusitanas, el sol se hizo presente y mi radio japonesa Sanyo, junto a la Fuente Monumental de la Esperanza, amplificó la voz distante de Fernando Pessoa, en una vieja grabación, en la que el poeta analizaba su obra y ciertas notas sobre su obra; obra que no conozco pero que, me dicen, resulta sintomática de la lengua portuguesa, tan melódica, de viva y fuerte expresividad, como compruebo a cada paso en esta ciudad. Y en especial cuando medito cerca del Mirador de Santa Luzia, los días claros y tibios, que son los que prefiero para caminar y pasear, imaginando América tras el mar planchado –en realidad, lo que efectivamente se ve es el estuario del río Tajo, que desemboca en el mar un poco más allá, y la orilla de enfrente; menudencias geográficas, como verás-.                    
Los días transcurren mecánicamente, ablandados por la simpleza noble y pocas veces tosca de sus gentes, que me recomiendan las frutas de tal lugar, la carne del rincón de Mauro Almeida, o el vino del Café Martinho Da Arcada, donde suelo pasar largas horas desde muy temprano, al punto que a veces ensamblo el desayuno y el almuerzo, siempre acompañado de todos los diarios que encuentre, que consiga, sin importar las fechas. Ya entré en contacto con varios libreros o quiosqueros que me reservan –me guardan, quiero decir- ejemplares franceses, italianos, de Galicia… Hasta un periódico marroquí, creo que de Rabat, impregnado aparentemente de ínfulas post-independentistas. Me muero de risa tratando de comprender esos idiomas o dialectos que dan vida a las noticias periodísticas; esos titulares llenos de sentido, que en ciertos casos se me aparecen forzosamente misteriosos, parcialmente enigmáticos, con apellidos desconocidos, sitios nunca antes escuchados siquiera… En fin, la curiosidad de mi ser que se mueve a sus anchas, después de aquellos días terribles en Budapest, de los que no quiero hablar, ni escribir, ni recordar.

¿Cómo están tus cosas en San Pablo, los chicos, Leticia; y la perrita Olga, ese bichito histérico y famélico de lanas marrones? Contame algo del consulado, de tu reciente viaje al Sertão… ¿Estuviste ya en Brasilia, esa urbe casi recién nacida, nueva y perfecta, bosquejada y planificada en su más remotos detalles? Aquí los entendidos –mi amigo Joaquín, o la gente de la Sociedade Portuguesa de Escritores- hablan muy bien de Kubitschek; se lo recuerda como un verdadero estadista. Y dicen que el actual gobierno (Goulart) no tiene rumbo… No sé, a esta altura de mi vida dudo de todo y conservo, por ende, unas pocas certezas fundamentales digamos: vos me dirás.

Por estos lares hay mucho alboroto en torno a la cuestión de Angola, Mozambique, Guinea… El régimen, al que respeto, aunque disienta respecto a esa uniformidad sacrosanta y dogmática que ahoga mentes y espíritus (bueno, no quiero y no puedo hablar mucho de todo esto, como te imaginarás…), parece no tolerar la menor disensión en el tema de las colonias: lo noté hace unos días en otro barcito cercano a la Rua Rosa Araújo, donde un Marechal (Mariscal) –de aspecto altivo y enérgico, erguido junto al pequeño mostrador y reverenciado por los pocos presentes- y un Brigadeiro (Brigadier) lisboetas ponderaban, con marcial énfasis, la firmeza del Estado Novo a la hora de sostener el Imperio cueste lo que costare. (Te aclaro que los grados militares me los comentó el cantinero, un hombre bajito, canoso y entrado en kilos, por lo visto avezado en estos temas.)    
Los observaba, desde un extremo de la barra, sin animarme a interferir en la viril conversación, mientras la copa de vino blanco me enfriaba las manos. Siempre llevo conmigo un cuaderno donde registro las impresiones que supongo valen la pena, y aquel día me detuve un buen rato a escrutar el mostrador de la tabernita –casi sin aire de tan chica-: de una madera oscura y lustrosa, revestida su superficie de una especie de zinc, y equipada con esas choperas tan características.       
Los muchachos del Atlético Clube y los del Sporting de Lisboa entrenan al alba, aprovechando la cuesta arriba de las calles que van hacia el Castelo de São Jorge. Cuando madrugo los cruzo una y otra vez: trotan en grupitos de cuatro o cinco, y después se juntan en yunta, seguramente para intercambiar pareceres y darse ánimo para el próximo combate futbolístico. Ahora bien, no sé allá en San Pablo –intuyo que será igual-,  pero acá el fútbol va perdiendo esa mística que tenía, se volvió muy competitivo, muy comercial. Lo noto en las miradas algo vacías de sus protagonistas, en la incapacidad de matizar un poco ese profesionalismo deportivo a todo trapo, en la concentración mental en los entrenamientos, de carácter excluyente.

Me produce una enorme angustia, este individualismo que avanza a pasos redoblados, esta concepción neo-mercantilista de la vida, esta crisis fenomenal de los valores. Sí, me refiero a la retirada de esos anclas o anclajes, éticos y espirituales, que hicieron de Occidente la cuna del progreso, el pensamiento reflexivo, la novela, el humanismo; bueno, todo eso que siempre valoramos y abordamos en nuestras charlas de café, en Palermo y en Villa Crespo, ¿te acordás Adrián, Adriancito?
Tengo que terminar por hoy, no puedo seguir. En la próxima carta te cuento más sobre mis nuevas aventuras cotidianas. Espero tu correspondencia: estoy ansioso por saber si conseguiste lo que te habías propuesto cuando, declinando el traslado oficial, agarraste tu Ford Victoria y partiste, desde tu casona de Juncal y Sánchez de Bustamante, hacia la aventura abrasilerada de los trópicos.
Un saludo cariñoso para Leticia.
Lo mejor para ustedes,
                                        Roberto.

La pampa se hace rica

Zanjas, cercos y alambrados en el Río de la Plata

Hasta bien entrado el siglo XVIII, la fértil llanura pampeana carecía de todo elemento efectivo de división y subdivisión de la propiedad de la tierra. El único antecedente en la materia, los mojones utilizados en su momento por los conquistadores, no impedía que las bestias introducidas desde la península ibérica vagasen libremente, en manadas, por las inmensas planicies rioplatenses. Se hablaba entonces del ganado alzado o cimarrón.
La ausencia de piedras y maderas, aptas para la construcción de cercos y vallados, inhibió el desarrollo de la producción agrícola a gran escala: la cría de animales y los cultivos se realizaban en pequeñas chacras suburbanas, frecuentemente invadidas y destruidas por manadas de ganado alzado. Esta situación, sumada a la creciente demanda europea de cueros, llevó a la generalización de las matanzas de vacunos, de los cuales también se extraía el sebo, conocidas popularmente como “vaquerías”. En consecuencia, hacia mediados del siglo XVIII el ganado vacuno se encontraba prácticamente extinto.

La lección de la historia

El primer país en experimentar una revolución agrícola, la Inglaterra del siglo XVIII, impulsó la transformación mediante sucesivas actas de cercado promulgadas por el Parlamento. Se generaría así una mayor concentración de la propiedad de la tierra, hasta entonces comunal o subdividida en pequeñas parcelas. Por otro lado, las leyes de cercamiento fomentaron la iniciativa individual, con mejoras en las técnicas de producción y un incremento de la productividad. La creciente tecnificación estimuló el desarrollo de diversas industrias (no sólo la vinculada a la maquinaria y herramientas agrícolas), entre otras razones por el cambio demográfico desencadenado: la mano de obra requerida en las zonas rurales disminuyó sensiblemente, acelerándose el proceso de urbanización y de crecimiento del número de trabajadores disponibles en las urbes.

Surgen las zanjas y cercos vivos

Frente a la escasez de ganado cimarrón, las primeras décadas del siglo XVIII exhibieron en el Río de la Plata un tímido desarrollo del zanjado, con las primeras propiedades delimitadas de un modo razonablemente eficaz (en el siglo XIX llegarían, por ejemplo, varios contingentes de zanjeadores irlandeses). Para optimizar resultados, en el centro del terreno elegido se solía clavar un poste o palenque, utilizado por el ganado para frotarse y rascarse, generándose el llamado “aquerenciamiento” del animal con el lugar.
El siglo XVIII fue testigo, además, de la irrupción de los cercos vivos, constituidos por plantas espinosas, especialmente tunas y talas, como aquel montado por Tomás Grigera (1755-1829) para vallar su célebre chacra modelo, ubicada en tierras del actual partido bonaerense de Lomas de Zamora.
A diferencia de lo que ocurría en la llanura pampeana y en el Litoral, el noroeste del actual territorio argentino –rocoso, montañoso y de dispar fertilidad- se benefició con el levantamiento de los denominados picardos (muros de piedra y argamasa).

La revolución del alambrado

La utilización, a partir de la segunda mitad del siglo XIX, de cercos construidos con postes de ñandubay (árbol litoraleño de maderas duras e imperecederas bajo tierra) y alambres de hierro –con posterioridad se utilizaría el acero-, llamados comúnmente alambrados, significó el inicio de una profunda transformación del paisaje geográfico, social y económico de la pampa.
Se trató de una verdadera revolución agraria, que convirtió a la Argentina en uno de los principales países agro-exportadores (especialmente cereales y carnes) del mundo. En materia pecuaria, por ejemplo, el alambrado facilitó la cruza planificada de haciendas mediante el uso de sementales seleccionados, y contribuyó también a un mejoramiento cualitativo de las pasturas.
El principal efecto del empleo del alambrado fue la delimitación de grandes estancias, con la consecuente expansión de la fronteras productivas, gracias al previo establecimiento de los fortines, encargados de contener las incursiones de los malones indígenas. Sin embargo, hacia 1860, la proliferación desordenada de alambrados amenazaba con entorpecer la normal circulación de personas y mercancías en el interior del país; correspondió al entonces presidente de la nación, Bartolomé Mitre, impulsar la legislación necesaria para reglamentar y organizar el alambrado de estancias.

Pioneros de alambres y púas

El primer alambrado argentino del que se tenga noticia fue utilizado, en 1846, por un inglés “acriollado” llamado Richard B. Newton, para delimitar la huerta de su estancia Santa María, situada en el actual partido bonaerense de Chascomús. Asimismo, en 1855 el Cónsul honorario de Prusia en Buenos Aires, don Francisco Halbach, decidió alambrar la totalidad perimetral de su estancia Los Remedios, ubicada en lo que hoy es el Aeropuerto Internacional de Ezeiza.
Por último, en 1878 Mariano Zambonini fue el primero en exhibir, en la Exposición Rural de Palermo, los alambres de púa (su utilización no se generalizaría hasta diez años después, debido a la resistencia que inicialmente generó la remota posibilidad de que dañaran a los animales) que miles de inmigrantes vascos, especializados en el oficio de alambradores, se encargarían de desplegar por los campos argentinos.