Lisboa, 3 de marzo de 1962
Querido
Adrián,
Ayer por la
tarde, después de varios días de lluvia fría, con ese aire atlántico tan propio
de estas tierras lusitanas, el sol se hizo presente y mi radio japonesa Sanyo,
junto a la Fuente
Monumental de la
Esperanza, amplificó la voz distante de Fernando Pessoa, en
una vieja grabación, en la que el poeta analizaba su obra y ciertas notas sobre
su obra; obra que no conozco pero que, me dicen, resulta sintomática de la
lengua portuguesa, tan melódica, de viva y fuerte expresividad, como compruebo
a cada paso en esta ciudad. Y en especial cuando medito cerca del Mirador de
Santa Luzia, los días claros y tibios, que son los que prefiero para caminar y
pasear, imaginando América tras el mar planchado –en realidad, lo que
efectivamente se ve es el estuario del río Tajo, que desemboca en el mar un
poco más allá, y la orilla de enfrente; menudencias geográficas, como
verás-.
Los días
transcurren mecánicamente, ablandados por la simpleza noble y pocas veces tosca
de sus gentes, que me recomiendan las frutas de tal lugar, la carne del rincón
de Mauro Almeida, o el vino del Café Martinho Da Arcada, donde suelo pasar
largas horas desde muy temprano, al punto que a veces ensamblo el desayuno y el
almuerzo, siempre acompañado de todos los diarios que encuentre, que consiga,
sin importar las fechas. Ya entré en contacto con varios libreros o quiosqueros
que me reservan –me guardan, quiero decir- ejemplares franceses, italianos, de
Galicia… Hasta un periódico marroquí, creo que de Rabat, impregnado
aparentemente de ínfulas post-independentistas. Me muero de risa tratando de
comprender esos idiomas o dialectos que dan vida a las noticias periodísticas;
esos titulares llenos de sentido, que en ciertos casos se me aparecen
forzosamente misteriosos, parcialmente enigmáticos, con apellidos desconocidos,
sitios nunca antes escuchados siquiera… En fin, la curiosidad de mi ser que se
mueve a sus anchas, después de aquellos días terribles en Budapest, de los que
no quiero hablar, ni escribir, ni recordar.
¿Cómo están
tus cosas en San Pablo, los chicos, Leticia; y la perrita Olga, ese bichito
histérico y famélico de lanas marrones? Contame algo del consulado, de tu
reciente viaje al Sertão…
¿Estuviste ya en Brasilia, esa urbe casi recién nacida, nueva y perfecta,
bosquejada y planificada en su más remotos detalles? Aquí los entendidos –mi
amigo Joaquín, o la gente de la Sociedade Portuguesa de Escritores- hablan muy
bien de Kubitschek; se lo recuerda como un verdadero estadista. Y dicen que el actual
gobierno (Goulart) no tiene rumbo… No sé, a esta altura de mi vida dudo de todo
y conservo, por ende, unas pocas certezas fundamentales digamos: vos me dirás.
Por estos lares hay mucho alboroto en torno a la cuestión de Angola,
Mozambique, Guinea… El régimen, al que respeto, aunque disienta respecto a esa
uniformidad sacrosanta y dogmática que ahoga mentes y espíritus (bueno, no
quiero y no puedo hablar mucho de todo esto, como te imaginarás…), parece no
tolerar la menor disensión en el tema de las colonias: lo noté hace unos días
en otro barcito cercano a la Rua Rosa Araújo, donde un Marechal (Mariscal)
–de aspecto altivo y enérgico, erguido junto al pequeño mostrador y
reverenciado por los pocos presentes- y un Brigadeiro (Brigadier)
lisboetas ponderaban, con marcial énfasis, la firmeza del Estado Novo a la hora
de sostener el Imperio cueste lo que costare. (Te aclaro que los grados
militares me los comentó el cantinero, un hombre bajito, canoso y entrado en
kilos, por lo visto avezado en estos temas.)
Los observaba, desde un extremo
de la barra, sin animarme a interferir en la viril conversación, mientras la
copa de vino blanco me enfriaba las manos. Siempre llevo conmigo un cuaderno
donde registro las impresiones que supongo valen la pena, y aquel día me detuve
un buen rato a escrutar el mostrador de la tabernita –casi sin aire de tan
chica-: de una madera oscura y lustrosa, revestida su superficie de una especie
de zinc, y equipada con esas choperas tan características.
Los muchachos del Atlético Clube
y los del Sporting de Lisboa entrenan al alba, aprovechando la cuesta arriba de
las calles que van hacia el Castelo de
São Jorge. Cuando madrugo los
cruzo una y otra vez: trotan en grupitos de cuatro o cinco, y después se juntan
en yunta, seguramente para intercambiar pareceres y darse ánimo para el próximo
combate futbolístico. Ahora bien, no sé allá en San Pablo –intuyo que será
igual-, pero acá el fútbol va perdiendo
esa mística que tenía, se volvió muy competitivo, muy comercial. Lo noto en las
miradas algo vacías de sus protagonistas, en la incapacidad de matizar un poco
ese profesionalismo deportivo a todo trapo, en la concentración mental en los
entrenamientos, de carácter excluyente.
Me produce una enorme angustia, este individualismo que avanza a pasos
redoblados, esta concepción neo-mercantilista de la vida, esta crisis fenomenal
de los valores. Sí, me refiero a la retirada de esos anclas o anclajes, éticos
y espirituales, que hicieron de Occidente la cuna del progreso, el pensamiento
reflexivo, la novela, el humanismo; bueno, todo eso que siempre valoramos y
abordamos en nuestras charlas de café, en Palermo y en Villa Crespo, ¿te
acordás Adrián, Adriancito?
Tengo que terminar por hoy, no puedo seguir. En la próxima carta te
cuento más sobre mis nuevas aventuras cotidianas. Espero tu correspondencia:
estoy ansioso por saber si conseguiste lo que te habías propuesto cuando,
declinando el traslado oficial, agarraste tu Ford Victoria y partiste, desde tu
casona de Juncal y Sánchez de Bustamante, hacia la aventura abrasilerada de los
trópicos.
Un saludo cariñoso para Leticia.
Lo mejor para ustedes,
Roberto.