martes, 2 de enero de 2024

¿Quo vadis, Somalia?

La sobria sala de lectura debería inspirarme, pero cierta falencia disloca mi abordaje textual y discursivo: la escritura a mano me desencaja, privado como estoy -en estos párrafos iniciales- de la perfección caligráfica y espacial de la informática, de ese poder de oficialización: la capacidad de formalizar y perfeccionar un texto facilitando, de algún modo, la buena escritura. Se trata, en definitiva, de otra dimensión comunicativa, largamente analizada por los cultores del concepto de hipertexto; una dimensión que, paradójicamente, es profundamente literaria, en tanto ensancha el horizonte creativo con toda la información al alcance de la mano -de la mano de internet, me explico-.
El sueño de Borges, seguramente: una biblioteca mundial, universal, una nueva ilustración, ahora sí completa (completamente globalizada). La cosa es que debo sobrevivir a birome y papel hasta nuevo aviso, hasta que Luisa me devuelva la Toshiba, como el jugador de tenis que se banca el rapidísimo césped cuando su hábitat es el polvo de ladrillo, y así que acá estoy, escribiendo con la sinistra. Acabo de desplazarme de una de las sillas a un sofá marrón claro, y tomo la decisión de hacer uso de una caligrafía más controlada, disminuyendo el tamaño de los caracteres. Esto me aporta seguridad y comodidad.
Miro los libros en los estantes blanquísimos, la alfombra blanca y lisa -una moquette, mejor dicho-, sobreviene una laguna psíquica y entonces me pongo a pensar. Ahí está Somalia, casi en el ecuador africano y sin embrago cercana, étnica y lingüísticamente, a las naciones semíticas y bereberes del norte del continente; es decir, reflejos del África sahariana dentro del África subsahariana. Imagino esas tierras resecas y polvorientas, castigadas por un sol ecuatorial sin filtros: ese rincón del mundo carece de la humedad atmosférica que da lugar, en regiones de latitud similar, a la formación de selvas regadas por el cielo casi diariamente.
Se trata de un país con una historia rica y compleja, habitado por "bereberes de piel oscura", según la ajustada descripción hecha por Yuqut al-Hamawii en el siglo XII. En efecto, los somalíes descienden principalmente de los cusitas, pobladores del antiquísimo Reino de Kush (situado en Nubia), ancestros también de los etíopes y de otros pueblos cercanos. De acuerdo con la tradición bíblica, los cusitas son los hijos de Cam, los semitas -los judíos y los árabes- los hijos de Sem y los pueblos europeos los hijos de Jafet. Los hermanos Sem, Cam y Jafet fueron, a su vez, los hijos de Noé y los encargados de rehabitar la tierra después del Diluvio Universal.  
Una vez instalados en la actual Somalia los cusitas desplazaron, en fechas remotas e inciertas de la antigüedad a los nativos bosquimanos. Noticias y documentos históricos del siglo I d.C. dan cuenta de la existencia de Sarapion, antecesora de la actual Mogadiscio: en torno de esta última se formó, a partir de la llegada de conquistadores árabes durante los siglos IX y X, el Sultanato de Mogadiscio. Por otra parte, la presencia persa y su perdurable influjo se materializaron, por ejemplo, en el nombre de la ciudad: el término somalí Muqdisho deriva de la voz árabe Maq'ad-i-Shah, "la sede del Sha".       
La línea costera somalí, increíblemente bella, con el océano Índico brillante y azulado, lleno de vida y espuma, generoso en tiburones y arrecifes de coral, se abre paso a través de unas playas de arena aparentemente muy fina, como por ejemplo la playa de Lido cerca del centro de Mogadiscio, una especie de Ipanema del Cuerno de África, un hervidero de gente, colores y barcas pesqueras. Bilad-ul-Barbar, la "Tierra de los bereberes": así era como los árabes medievales llamaban a la región, por entonces pujante y estratégica, merced a sus artesanías textiles, el comercio del marfil y las rutas comerciales hacia el norte de África, Oriente Medio y Asia Menor.
Seguramente los italianos, que conquistaron Somalia y comenzaron a ocuparla a principios del siglo XX (la colonización desarrolló la obra pública, incluyendo proyectos como el trazado de la Strada Imperiale, que debía unir Mogadiscio con Adís Abeba), se deslumbraban con las casas de paredes de corales, las torres, las mezquitas, los algodonales y las plantaciones de caña de azúcar y de banano; también con las montañas del norte que vigilaban las mesetas hirvientes con sus caravanas de camellos, los raros árboles ecuatoriales, el sol omnipotente con sus hilos de luz blanca o platinada y el tiburón tigre del Índico (que se hacía una fiesta con las menudencias y restos del ganado faenado; sí, los somalíes comían mucha carne y poco pescado).   
Mi mente oscila entre Somalia y una sala de lectura fatigada de mi presencia. Veamos: no conozco al detalle de la situación actual de los somalíes (investigarla me impediría escribir aquí y ahora), pero su historia reciente, a partir del derrocamiento del régimen militar de izquierda conducido por el General Mohamed Siad Barre, que gobernó el país entre 1969 y 1991, al menos hasta el proceso de pacificación iniciado en 2010, exhibió la desintegración de una nación sumida en el caos y la violencia armada: el gobierno federal, que controlaba una parte ínfima del territorio; los señores de la guerra (líderes de clanes y tribus enfrentados entre sí); la regiones autonomizadas de hecho en el norte (Somalilandia, Puntlandia y Galmudug), el terrorismo islámico (Al-Shabab y, en menor medida, Estado Islámico) y los piratas del Golfo de Adén, todos ellos han protagonizado una sumatoria de impotencias, aprovechada por los islamistas radicalizados para fogonear la pira y las brasas ardientes que consumirían la vida civil.    
Mogadiscio se halla casi completamente en ruinas, edificios destartalados o destruidos conviven junto a canteras de escombros, palmeras y ese cielo azul limpio y perfecto, testigo de la seca estufa ecuatorial aliada de siestas tristes, tensas y apuradas. Si usted, lector, estuviese llegando en calidad de cronista, turista, simple visitante o lo que sea, saldría del Aeropuerto Internacional Aden Adde con casco y chaleco antibalas directamente hacia la Zona Verde de la ciudad, una ciudadela adyacente a la terminal aérea donde se refugian periodistas, diplomáticos, militares y personal de Naciones Unidas. Si usted quisiera recorrer la ciudad propiamente dicha, lo haría escoltado por una guardia nutrida de muchachos armados hasta las muelas y encías, en camionetas que circulan a toda velocidad para evitar balaceras o secuestros.                   
A pesar de la desolación y de una crisis humanitaria de proporciones descomunales, a pesar del riesgo latente de perder la vida en manos del fundamentalismo islámico, y a pesar de las serias limitaciones del proceso de pacificación (del que participan autoridades gubernamentales, líderes tribales, grupos paramilitares, islamistas moderados, ONGs y organismos encargados del despliegue de ayuda internacional), Somalia intenta levantarse y andar de la mano de una dirigencia política calificada peyorativamente de tecnocrática, conformada sobre todo por somalíes de la diáspora (ciudadanos que se habían radicado, en general, en países occidentales durante los años más duros de la guerra civil), docentes, médicos, emprendedores, inversores y contratistas jóvenes embarcados en la peligrosa e incierta reconstrucción del país.
Podemos observarlos en reportajes televisivos, hablando buen inglés, cordiales y aplomados: estos proyectos y emprendimientos (hospitales, centros educativos, carreteras, hoteles, restaurantes, etcétera) cuentan con el apoyo o la promoción de la Misión de la Unión Africana en Somalia (AMISOM, por sus siglas en inglés), encargada de organizar la llegada de ayuda humanitaria y de colaborar en el proceso de pacificación nacional, y cuyo funcionamiento es avalado, a su vez, por las Naciones Unidas. Hablan sin tapujos de las ventajas de la iniciativa privada, las inversiones y las oportunidades de negocios rentables; sin mala conciencia, sin condicionamientos respecto de lo políticamente correcto y, sobre todo, con el arrojo y el desprendimiento necesarios, valga la contradicción terminológica, para emprender, trabajar, construir y reconstruir pese al acecho constante de las bombas y las balas de Al-Shabab.   
La grieta somalí es entre las autoridades de gobierno, el sector privado, los grupos paramilitares y tribales progubernamentales y los islamistas moderados, de un lado, y el terrorismo islámico en la vereda de enfrente. ¿Cuál de los dos bandos está en condiciones de integrar de a poco, arduamente, a los millones de somalíes azotados por el hambre y por la falta de vivienda y servicios básicos? Si estuviese allí, no tengan dudas: elijo de pies a cabeza la grisura del bando gubernamental y progubernamental, aliado de Occidente, pro-mercado, etcétera, etcétera; ese universo detestado en todo el mundo por las almas bellas del progresismo mal entendido, del idealismo mal entendido, del garantismo mal entendido.
Ocurre que el idealismo y las utopías se disuelven frente a una realidad que siempre, en cualquier tiempo y lugar, nos obliga a elegir. La vida también se trata de eso, de tomar partido, aunque sea gris, aunque no entusiasme. ¿Quo vadis, Somalia?


viernes, 5 de marzo de 2021

Viaje a través del espacio-tiempo, de Buenos Aires a Viena. Un encuentro con Wittgenstein.



Me senté en el asiento delantero de la cápsula intergaláctica y transhistórica, bebí inmediatamente el cóctel farmacológico indicado para estos trances y, luego del vacío espacio-temporal subsiguiente, esa página en blanco característica de las trayectorias diacrónicas sin solución de continuidad, desemboqué en la Viena de 1919. Mi encuentro con Ludwig Wittgenstein se produjo en el Palacio Imperial de Hofburg, en una sala generosamente iluminada por cuatro arañas inmensas de cristal de Bohemia y de cristal de roca, una mesa muy larga con bordes de cobre o bronce oscuro, y sillas de madera de nogal estilo Biedermeier (todos estos encuentros no tienen nada de azaroso; están previstos y programados por el meta-software que se utiliza en estos casos, que es capaz de reformular el entramado causal o secuencial de los hechos que, por fuerza de las circunstancias, derivan en el acontecimiento en cuestión; una realidad paralela, en definitiva).

-Estimado maestro, mi nombre es Salvador Fillol, soy argentino -Wittgenstein, un Wittgenstein muy joven, que ni siquiera aparentaba los treinta años que tenía en aquel entonces, me miraba fijo, tenia una mirada aguda y un rostro de expresión franca, frontal-. Vengo del futuro, del siglo XXI. Hace muy poco estrenamos la navegación intertemporal, contamos con un mapa (tetra-dimensional o plano, los dos sirven) que representa cada viaje sincronizando las coordenadas espaciales y temporales: puede consultarse en las pantallas de nuestros celulares o notebooks… Pudimos desarrollar estos trayectos a partir del rescate de las teorías de la relatividad de Albert Einstein; usted lo conoce de sobra, un contemporáneo suyo, no hace falta que lo aclare. Bueno, de todos modos, no quiero marearlo con cuestiones tecnológicas que obviamente lo exceden, pero créame que vengo de muy lejos…

-No se esfuerce por convencerme; nosotros, los austríacos, nos llevamos bien con la realidad. Tenemos una mirada clara de las cosas, cristalina como el aire de los Alpes. Entiendo que usted no es de aquí; su aspecto es latino, usted podría ser vasco, o del sur de Francia… argentino me dijo. Claro, esas planicies sudamericanas albergan una gran mixtura, orígenes de lo más diversos, un poco como nuestra Österreichisch-Ungarische Monarchie, que acaba de disolverse, un Estado imperial multinacional complejo, contradictorio. Siglos, siglos de política imperial venidos abajo en un instante: seis siglos, diez siglos si usted quiere.

El aire luminoso, perfumado en su travesía danubiana presionaba el inmenso ventanal, que hacía juego con la mesa, también enorme, larguísima. Wittgenstein y yo sentados a la mesa (pensé en ese momento en las mesitas de café de Almagro y Palermo, donde cada cliente es único, inigualable, personas jóvenes o viejas que arrastran una ética, una estética, un estilo, una fobia, una receta para solucionar la vida entera, una mayor o menor palidez…). Pero se trata de una mesa gigantesca, de una madera opaca y brillosa, y estoy muy lejos de Buenos Aires y de 2019.

Cien años no es nada, me digo a mí mismo. Me sorprende haber retrocedido cien años exactos y sentir la presencia de Wittgenstein tan actual, tan viva. Sé que la ética es un tema central en su obra, y también sé que él ha sido extremadamente consecuente a la hora de llevar la ética a la conducta individual, al punto de renunciar a su herencia paterna, una fortuna sin igual. Ahora mismo, en 1919, está repudiando esa herencia millonaria, y de pronto me doy cuenta de mi obligación de aclarar las cuestiones técnicas referentes a estos viajes que, recorriendo a velocidad supersónica tanto la órbita planetaria alrededor del sol, en sentido contrario (una órbita completa por cada año hacia atrás), como también los usos horarios del planeta tierra en un sentido este-oeste, logran revertir la progresión anual-estacional y horaria normal para transformarla en una regresión paranormal, porque de eso se trata.

-Wittgenstein, antes que nada, quiero aclarar ciertas cuestiones para evitar malentendidos: toda la información posterior a este día de 1919, al día de hoy, que surja a partir de nuestra conversación será completamente eliminada de su mente cuando usted beba, antes de la finalización de nuestro encuentro, este coctel farmacológico especialmente diseñado para tal fin -mientras digo esto le muestro a Wittgenstein un frasquito verde con la medida o dosis exacta que debe ingerir-. Tiene gusto a menta y no tiene contraindicaciones o efectos adversos, y sólo se limita a eliminar de su memoria la información posterior al momento exacto en que usted y yo dejemos de estar juntos. Usted seguirá siendo el mismo filósofo brillante que es y que ha sido, me entiende…

-Lo entiendo perfectamente. Supongo que de esta manera se preserva la secuencia original de los hechos, las parcelas de encadenamientos causales, para evitar la alteración, no de lo posible o potencial, que es infinitamente múltiple y que no puede ser alterado, sino de los acontecimientos concretos, tal como se desplegarán durante los próximos cien años, la distancia entre mi mundo y el suyo. A propósito de los límites de mi mundo, de los límites de su mundo, me llama la atención la naturalidad de nuestra conversación; su inglés es bastante aceptable, casi atemporal… Bueno, no debería sorprenderme, la lógica del lenguaje es precisamente atemporal, se asimila a la lógica del pensamiento y, finalmente, ambas se homologan a los mecanismos que explican el funcionamiento de la realidad externa al sujeto. Aunque esa realidad me interesa poco, el nóumeno del que hablaba Kant; mis reflexiones se centran por el contrario en los fenómenos, la realidad interna del individuo, ese es el único mundo que tiene significación, relevancia: mi propio mundo, su propio mundo.

-En mi caso la realidad externa al sujeto me intriga sobremanera, porque nos afecta a cada instante…

-Naturalmente -Wittgenstein me interrumpe dando muestras de cierto fastidio, lo noto algo inquieto-, ¿quién dijo lo contrario? Simplemente la cosa consiste en el énfasis que se ponga en una u otra. Los hechos externos al sujeto son significativos en la medida en que lo afecten e involucren, ahí sí es pertinente analizar series históricas, cadenas causales o entramados.

-Claro. Volviendo al tema de la homologación entre las estructuras reales y las formales, digámoslo así, me fascina lo que ocurre con las matemáticas, ¿a usted no? Una disciplina en condiciones de representar la realidad con una fidelidad casi absoluta, de explicarla, mostrarla… no me alcanzan las palabras para expresar estas ideas… Piense simplemente en una fórmula matemática y en su aplicación práctica, en las fórmulas químicas o físicas, por ejemplo. Es algo casi milagroso…

Wittgenstein se reacomoda en su silla, acerca las solapas de su bléiser azul y apoya ambos codos en la mesa. Luego inclina la cabeza hacia su derecha, sosteniendo la boca con el puño derecho. Primero tiene la mirada perdida, y después la fija en un punto, un punto imaginario suspendido a unos treinta o cuarenta centímetros de altura con respecto al centro de la superficie de la mesa, o al menos esa es la conclusión a la que arribo mientras lo miro. Ahora gira su mirada hacia mí, con aire disgustado.

-¿Qué sentido tiene todo esto? Usted y yo estamos poniendo la realidad entre paréntesis… ¿Qué estamos haciendo? ¿Suprimiendo nuestras realidades, sustituyéndolas por otras? Ustedes, los hombres de su siglo, han decidido violentar el decurso del mundo, el devenir, la serie histórica, el destino. No me parece razonable ni digno. ¿Qué me queda a mí y a mis congéneres de su experimento? Ahora estoy obligado a tomar ese fármaco para sobrevivir. Si no lo hiciera perdería completamente el eje de mi existencia…

-Usted tiene razón Wittgenstein, los hombres y mujeres de mi siglo hemos transgredido todos los límites habidos y por haber: el abuso de las clonaciones y de la medicina regenerativa, al punto de coquetear con la inmortalidad; el avance desmesurado de la robótica, con autómatas que se confunden con seres humanos, o con vehículos autónomos que llevan la comodidad individual al extremo; la depredación de los recursos naturales y sus múltiples consecuencias, como por ejemplo el cambio climático o la contaminación del aire y del suelo. Usted ni se imagina…

-Pareciera que tienen todo resuelto, con semejante arsenal de técnicas, tecnologías, datos, la vida debe empobrecerse mucho, ¿no es cierto? Sospecho que se trata de una existencia extremadamente materialista y dependiente, de densas interconexiones telegráficas o de otro tipo, de todo tipo, no sé. ¿Y la aceleración, la potencia de los motores? Eso debe ser formidable.

-Nuestro mundo es una aldea global, un planeta interconectado en todos los planos y ámbitos imaginables. Las conexiones ya no son telegráficas, y la radiofonía es casi una pieza de museo. No quiero enumerar los avances en materia de telecomunicaciones, de tecnologías de la información o de transportes, ¿para qué inventariar, si de todos modos nuestra charla quedará en la nada? Por otra parte, no se enoje conmigo, le prometo que haré lo mismo que usted: cuando regrese a la Buenos Aires de 2019 tomaré la misma dosis del frasquito verde y olvidaré todo lo que usted me diga durante este encuentro. Sólo tendré un recuerdo vivo de su rostro, de su figura. Lo único que haré antes de ingerir el coctel farmacológico será escribir algo, unas anotaciones, nada más, y usted puede hacer lo mismo, si quiere.

-Al final -Wittgenstein, Ludwig Josef Johann Wittgenstein suspira largamente, mira el techo altísimo de la sala, como mirando el cielo y da vuelta hacia arriba las palmas de las manos, como en una plegaria o rezo-, lo importante de este encuentro ha sido el encuentro en sí, usted y yo, tan distantes y tan cercanos… el encuentro. Y sobre este encuentro, sobre la esencia de este encuentro es mejor callar, porque es inefable, ¿sabe? Que debamos olvidar todo el contenido informativo de nuestra charla no tiene la menor importancia, lo importante es lo que no hemos dicho, aquello que no se analiza ni razona, aquello que trasciende los límites de la lógica, del lenguaje, de la filosofía incluso. Aquello que, en definitiva, trasciende inclusive los límites de su experimento tecnológico.

-Yo me quedo con algo de usted, y usted se queda con algo de mí, y ese es un hecho inevitable, más fuerte que el fármaco del frasquito verde, más fuerte que estos cien años de distancia y de sucesivas revoluciones tecnológicas…

-Es así, señor Filleul… no, ¿Fiyol me dijo?

-Si, tal cual, se pronuncia Fiyol. Es un apellido de origen catalán, Fillol. Pero nosotros, en el Río de la Plata, tenemos una pronunciación muy particular, yeísmo rioplatense le dicen, así que nuestra pronunciación no es la catalana ni tampoco la española.

-Interesante… Señor Fillol, es hora de dar término a este paréntesis de nuestras vidas. No me explique nada, no quiero detalles técnicos ni ninguna otra información relativa a su viaje de regreso. No se distraiga ni retrase, mire que el alma atormentada de Isabel de Baviera, la emperatriz Sissi, nos supervisa desde algún rincón. Usted a sus cosas y yo a las mías: es necesario reducir la materialización del contrafáctico a su mínima expresión, encapsularla. Pero me voy a permitir transgredir los procedimientos previstos para neutralizar la alteración del transcurrir histórico, y voy a regalarle esta lapicera gris, siempre y cuando se comprometa a no mostrársela a nadie, no la describa tampoco ni nada por el estilo. Lamento que no pueda usted caminar un poco por el barrio céntrico, el Innere Stadt, que es la zona vieja además; pero no, no se exponga, vuélvase a su casa de una vez.

-Muchas gracias Ludwig -no tenía pensado llamarlo por su nombre, pero lo hice; me embargaba una emoción intensa, una conmoción: Wittgenstein me resultaba de pronto muy familiar, un aire de familia lo invadía todo, no entiendo porqué-, yo también le voy a dar algo, mejor dicho, le voy a dar varias cosas.

Acto seguido comencé a exhibir los siguientes objetos, simplemente mencionándolos y ubicándolos en el borde de la mesa, sin incluir ninguna descripción o explicación asociada a cada uno de ellos: una birome Bic azul, un banderín de Platense de 1967, un ejemplar de la revista El Gráfico de 1971, cuatro boletos viejos de las líneas de colectivos 60, 39 y 140, un ejemplar del diario La Nación de 2014 y otro del diario Página 12 de 2017, un alfajor Havanna parcialmente desintegrado, una fotografía de Perón de 1947, un poster de Maradona sin fechar y otro poster de Maradona con la selección argentina de 1986 y, finalmente, un bolso marrón, muy usado y raído.

Wittgenstein se tomó su tiempo para guardar todo en el bolso. Lo hizo con cierta dificultad, pero cuidadosamente. Las cuatro arañas de cristal emitían una luz blanca casi envolvente, de una nitidez fenomenal, que preanunciaría y cubriría, a posteriori, la desmaterialización del contrafáctico. Su rostro y su figura se desdibujaban inmersos en ese relumbre denso y expansivo: se despidió con serenidad, y su mirada daba una impresión de cercanía; no hubo apretón de manos ni abrazo, tampoco una palmeada, ningún contacto físico. Apuró el paso con resolución y abandonó la sala, dirigiéndose hacia la Corps de Logis. Yo hice lo que tenía que hacer, y aquí estoy ahora, en Buenos Aires, de nuevo en 2019, entre Palermo y el centro, el centro y Palermo. Voy y vengo, vengo y voy; y el colectivo 130 me viene muy bien.

lunes, 15 de febrero de 2021

Luca Prodan, el hombre y sus circunstancias




Hablar de Luca Prodan es, sobre todo, hablar de una época, una época -los geniales años 80- bien dramatizada por ese taurino provocador que siempre iba al hueso del asunto: las entrevistas -esas raras entrevistas otorgadas a publicaciones efímeras o a radios desconocidas- lo mostraban tal cual era: transparente, incisivo, enemigo de los lugares comunes y amigo del pensamiento crítico. Odiaba las poses, detestaba el engreimiento y esa mediocridad sobrevalorada típica de las sociedades de consumo, masificadas en el peor sentido del término. Nunca se guardaba nada, era simple, espontáneo y libre; volaba y vagaba, siempre despojado.

Luca perteneció, tal vez, a la última guardia de individuos brillantes y creativos que no se la creían (eran conscientes del talento y del liderazgo que llevaban a cuestas, pero no consideraban que eso los colocara en un pedestal alejado del resto de los mortales), y brilló además en la que probablemente haya sido la última década con personalidad, la última de una trilogía inolvidable y fenomenal (las décadas del 60, 70 y 80). Una trilogía que parió, literalmente, este nuevo mundo de base posmoderna: estas primeras décadas del siglo XXI perecieran ser una aburrida degradación de todo aquello, como si los avances científico-tecnológicos fueran inversamente proporcionales a la expansión de la estupidez.

Ahora estamos condenados -lo hemos estado durante los últimos veinte o treinta años- a una especie de continuo revival, abaratado y distorsionado, de la originalidad y la creatividad anteriores: venimos asistiendo desde entonces a una especie de dictadura del mal gusto que pretende dictar cánones o dogmas ligados a lo que se considera políticamente correcto, piola, canchero… No hay audiencia, no hay público masivo para los herejes, para quienes no aceptan la malversación de la verdad, de las causas nobles, de valores que deberían ser universales. Se trata de una corriente de pensamiento, de una actitud vital predominante, aparentemente progresista pero en realidad profundamente inquisidora y al mismo tiempo relativista, que tiende a rotular y descalificar todo aquello que no sintoniza o que desentona con sus propios parámetros. Son las almas bellas bienpensantes que se adueñan del pensamiento.

Lo que está mal está mal, detesto las relativizaciones: por ejemplo, robar está mal, y robar los dineros públicos está extremadamente mal; punto, no hay vuelta que darle, aunque a una parte muy relevante de la sociedad argentina eso no le importe. Bueno, alguno que conozca la historia biográfica de Luca recordará su colorida confesión, incluida en el libro sobre Luca de Carlos Polimeni: en Londres me echaron de mi laburo en la Virgin Records porque me robé todos los discos… (en realidad Luca hurtó algo así como 350 vinilos, algunos de los cuales llegaron a la Argentina con él). Como mi intransigencia con las relativizaciones también es relativa, adelanto dos motivos que suavizan este desliz moral:
Luca era evidentemente un apasionado de la música, un melómano, pasión que iba mucho más allá de las bandas británicas de aquel tiempo (los años 70).
Luca estaba inmerso de la niebla y el torbellino de las drogas duras, especialmente la heroína. Es decir, estaba enfermo, muy enfermo. Todos buscamos protección, esa protección original, gestante digamos, de una u otra manera; Luca encontró un refugio en la heroína primero y en la ginebra después.



No jorobaba a nadie, excepto a sí mismo. Dejemos de lado su deriva autodestructiva y pongamos sobre la mesa esas anécdotas que lo pintan como alguien rústico y a la vez refinado, hondo conocedor de los films de Fellini, de interesante cultura gastronómica -lo fascinaban las ostras-, lector voraz cuando era muy joven y, por sobre todas las cosas, libre, de una libertad errante, peregrina. Todo indica que disfrutaba de las cosas más simples de la vida, y su sencillez lo llevaba a juntarse con gente común: salía caminando de sus recitales acompañando al público de a pie, o aparecía en los escenarios subiendo a personas desconocidas que terminaban participando del show, una especie de happening desprolijo, espontáneo.

Si atendemos a la definición de happening que nos ofrece John Cage: reunión de acontecimientos teatrales sin guion o trama, resulta que los conciertos de Sumo la plasmaban con llamativa fidelidad: la performance de Luca era actoral, poética y cómica, y pareciera haber sacado lo mejor de sus compañeros de banda. No es cierto que Sumo se reducía a Luca. Él mostraba el camino a seguir, y sus compañeros de ruta supieron interpretar su mensaje, su inspiración y todo ese bagaje de experiencias musicales, de actitudes, de mundo en definitiva. Porque Luca introdujo mundo en esta Argentina casi siempre periférica, aislacionista, patológicamente nacionalista (un nacionalismo exagerado propio de un país inseguro, desgarrado). Por eso su critica filosa a los músicos argentinos incomodaba tanto, porque los argentinos detestamos criticarnos a nosotros mismos, y tampoco soportamos reírnos de nosotros mismos, de nuestros fracasos, taras y derrotas.

Introdujo mundo y desarraigo como los inmigrantes italianos y españoles en su momento, pero un mundo muy distinto, otro mundo, diametralmente opuesto a esa solemnidad de una sociedad que se toma todo demasiado en serio, una sociedad de fachada, que no admite su ostensible fracaso colectivo o, en caso de aceptarlo, echa las culpas afuera, en enemigos imaginarios (internos o externos): el infierno siempre, siempre son los otros.

Me quedo con ese Luca que se reía de si mismo, ese beautiful loser que compuso el último tango, el tango final, con un retrato casi metafísico del Abasto. Luca, un ser de mirada radiográfica, como Martínez Estrada. Luca, príncipe y mendigo, mendigo y príncipe; nuestro último tano inmigrante, un loco lindo.

jueves, 7 de enero de 2021

¿Será 2021 el año de la catarsis electoral?

El año empieza, pero es difícil, muy difícil, percibir el pasaje de 2020 a 2021 tal como lo hacíamos en épocas normales. El tiempo transcurre de otra manera, porque tiempos y espacios tienen ahora un vínculo sui generis, en clave pandémica digamos. Para mí, al menos, la sensación no era la típica del ciclo anual terminado, seguramente producto del prolongado encierro de la cuarentena interminable; de hecho, nunca supimos cuando terminó, ¿seguimos en cuarentena? ¿Cómo llamar a esto que nos toca, a esta nebulosa propia de una existencia a media máquina, llena de restricciones, de trabas, de necedades y negaciones?

Hablo de una negación muy extendida: gobierno y sociedad negamos la crisis, la naturalizamos. Ya no escandalizan los escandalosos porcentajes de pobreza y desempleo, la inflación que se empina mes tras mes, las quiebras masivas de empresas de todo tipo y tamaño, el exilio de compañías multinacionales hartas de un país entrampado por un diseño pensado para una clase dirigente -sobre todo aquella ligada al universo político peronista- extremadamente rica, astuta y manipuladora, y un pueblo -sobre todo los sectores sociales afines al peronismo- sumiso y cómplice del cortoplacismo, la mentira, la corrupción y el vano intento de demolición de las instituciones de la democracia republicana.

El gobierno de Cristina -la presidenta de facto (José Nun dixit)- y Alberto -el presidente formal que actúa como el Jefe de Gabinete de la jefa (nuevamente recurro a José Nun)- tuvo una pésima gestión de la pandemia, todos los sabemos, implementando una cuarentena bestial que laceró gravemente el tejido social y destruyó la economía. Sin embargo, la sociedad tolera con llamativa mansedumbre semejante mala praxis, acompañada de una soberbia insoportable (¿será la manera que encontró Alberto de compensar el trato humillante que le dispensa Cristina?). Se creen infalibles y dueños de la verdad revelada por el solo hecho de hacer, con respecto a cada política pública relevante, exactamente lo contrario del gobierno anterior. Un anti-macrismo rabioso. Como si no pudieran existir sin contrastar. Y ahí estamos, prisioneros del péndulo nacional, ese péndulo fatal, inevitable.

La verdad, me siento basureado por un presidente que se burla de nosotros todos los días, que jamás predica con el ejemplo, que tira por los aires cifras, fechas y plazos completamente inverosímiles cuando habla de la vacuna o de cualquier otra cosa, intoxicándonos con ese discurso propio del realismo mágico: que con el cambio de año la pandemia se termina, porque sí, año nuevo vida nueva; porque se viene un programa de vacunación espectacular, sin parangón en el mundo, y seremos los campeones, otra vez, como lo fuimos con la cuarentena. Domamos el virus y ahora lo dominaremos de nuevo, y la economía tendrá un despegue formidable, y podremos alinear tarifas, salarios, precios…

Agotador, sinceramente: la reestructuración de la deuda pública se malvinizó, el confinamiento se malvinizó, la vacuna se malviniza, la mesa de los argentinos se malviniza, el sistema de salud se malviniza (quieren controlar los precios a garrotazo limpio, cerrando exportaciones, empoderando a intendentes, planchando eternamente las tarifas de transporte, energía, telecomunicaciones, salud…). Nacionalismo patológico y dogma populista (Cristina tuvo la originalidad de crear un populismo económico dogmático, casi un contrasentido porque, por definición, los populismos siempre han sido pragmáticos) para todos y todas, con un costo inconmensurable, particularmente en materia de déficit fiscal, un déficit fiscal a punto de explotar, pero necesario para mantener vivo el relato y esquivar decisiones económicas antipáticas.

Esto se veía venir; cuanto mayor la adversidad para el gobierno, mayores restricciones, regulaciones y controles, cepos y super-cepos de todos tipo y pelaje, y un discurso completamente alejado de la realidad, que indica que somos un paciente cuyo cuadro se agrava y no deja de agravarse -me refiero a la situación social y económica-, mientras nos hablan livianamente de una supuesta reconstrucción argentina como si estuviéramos en 2003 o en 2004. Es decir, solo atinan a actuar sobre los síntomas de la crisis, anestesiando temporariamente a la sociedad, sin encarar ninguno de los problemas de fondo que afectan al país, problemas que por otra parte se profundizan día a día.        

Que Dios ilumine nuestra consciencia colectiva y una catarsis electoral permita sacudirnos este yugo pesado y persistente. Se trata de parar la pelota, reflexionar, pensar, aunque sea por un instante, y actuar en consecuencia; de eso se trata.


lunes, 27 de julio de 2020

Nos esse quasi nanos, gigantium humeris insidentes

Nos esse quasi nanos, gigantium humeris insidentes (somos como enanos aupados a hombros de gigantes)

(Frase atribuida por Juan de Salisbury a Bernardo de Chartres, filósofo del siglo XII)

Podemos aprender mucho de los antiguos; ellos crearon en el sentido más sublime del término, estableciendo criterios y pilares que le darían sentido y bases sólidas a todo el pensamiento posterior. Hoy día se habla en pedagogía de la necesidad de reconciliar disciplinas distanciadas unas de otras; es decir, de construir ejes temáticos o módulos interdisciplinarios o incluso transdisciplinarios. Se trata, entre otras cosas, de generar un diálogo que enriquezca a las diferentes materias que entran en contacto a partir de estos abordajes, permitiendo además una comprensión más global de los fenómenos estudiados.
De esta forma, el objeto material (en este caso el hombre) compartido por varias ciencias sociales (la sociología, la antropología, la ciencia política, las ciencias históricas, etcétera) se rodea de una pluralidad de objetos formales de estudio (el ser humano en sus distintos roles y condiciones, en términos individuales y colectivos). A su manera, estas operaciones –que involucran no sólo a pedagogos sino también a investigadores de las más diversas disciplinas- eran realizadas espontáneamente por los pensadores de la Antigüedad, que combinaban filosofía y poesía, mística y matemáticas (los pitagóricos constituyen en este último caso el mejor ejemplo) y un largo etcétera, que atraviesa siglos y milenios. Y a propósito de esta travesía histórica de la genialidad y de la creatividad humanas, de más está decir que los estudios y actividades multifacéticos continuaron durante la Edad Media y el Renacimiento, especialmente durante esta última etapa, con Leonardo Da Vinci como máximo exponente. 
Sólo a partir de la Revolución Industrial del siglo XIX, de la mano de los fenomenales avances científicos y técnicos, la especialización (entendida como la materialización del positivismo y del cientificismo) teórica y práctica progresaría hasta un punto de no retorno, por decirlo así, fructífero en miles de aspectos pero, a la larga, contraproducente a la hora de fomentar la originalidad, la autenticidad e inclusive la honestidad propias de la condición humana en el mejor sentido del término. Qué quiero decir con esto: que la excesiva especialización puede llevar a un proceso de deshumanización –tan analizado por Ortega y Gasset o, desde una postura diferente, por la Teoría Crítica de la Escuela de Frankfurt-, signado por la degradación de las valores éticos y morales propios de la tradición judeocristiana.            

sábado, 11 de julio de 2020

Encuentro con Daniel Arrechea Llamazares, Adrián Dahlmann y Jorge Luis Borges

Buenos Aires, 3 de marzo de 1980

Encuentro con Daniel Arrechea Llamazares, Adrián Dahlmann y Jorge Luis Borges    

Borges nos invitó a tomar el té: ocurrió esto hace relativamente poco tiempo, calculo unos cuatro meses, más o menos. Lo raro es que nos citó –a las cinco de la tarde- en una dirección inesperada, imposible de asociar a ninguno de los miembros del Grupo Literario para una Nueva Prosa Latinoamericana. No recuerdo ahora el lugar exacto, y mi memoria sobre las circunstancias que enmarcaron la cita, así como mis recuerdos sobre la cita en sí, se han visto seriamente distorsionados, degradados (y si tuviese que explicar las causas de esta opacidad no sabría qué responder: pueda que radiquen, simplemente, en los misterios propios de los procesos mentales expuestos al paso del tiempo; pueda que obedezcan a baches de corte psicológico o incuso es posible, aunque menos probable, que respondan a alguna cuestión puramente psíquica o física).
Como sea, el punto es que el relato de aquella tarde –bien entrada la primavera, eso lo tengo claro- no puede ni podrá ser lo que merecería; es decir, una secuencia narrativa bien estructurada y completa en cuanto a sus componentes más elementales. Por ejemplo, mis impresiones son tan selectivas como para brindar, en forma pormenorizada, una descripción del automóvil conducido por Daniel; un automóvil que, por otra parte, no había visto nunca en mi vida: a posteriori me enteraría del modelo (un Ford Pinto Coupe traído especialmente desde Panamá), pero recuerdo perfectamente su diseño, de un estilo clásico y liviano, su estado impecable, sus paragolpes y llantas cromados, su carrocería de un color verde muy definido, y su interior sobrio y completamente negro.                     
Daniel me pasó a buscar –muy demorado: las cuatro de la tarde previamente pautadas se transformaron en las cinco menos veinte- por la esquina de Coronel Díaz y Las Heras. Esperé sentado en el borde de la plaza, al pie de las suaves barrancas, cada vez más enojado por esa impuntualidad típica de argentinos como él; las mujeres, las señoras mejor dicho, pasaban con sus tacones, sus faldas, sus aros aperlados, sus prolijos peinados, los maquillajes esmerados… Me pregunté de dónde sacaban las ganas –y también el dinero-, necesarias para comprar todo aquello, para arreglarse de esa forma; me costaba creer, poniéndome en el lugar de ellas, que fuera posible detenerse y dedicar el tiempo y la concentración que se requiere para tales menesteres. Horas que podrían consagrarse a la lectura de Luciano de Samosata o a revivir el pensamiento maniqueo, cristiano y sofisticado –todo eso a la vez- de Agustín de Hipona, al cine de Louis Malle o a la escucha de la voz bien rioplatense de Julio Sosa.                        
Enfrascado estaba en esos giros especulativos –de patas cortas si se quiere-, con la mirada perdida cuando el aire fue cortado por el ruido, chocante, de la bocina del auto de Daniel.    
–Bueno, ¡menos mal! Mi malhumor iba increscendo… –dije, tratando de disimular un fastidio y una bronca enormes que me oprimían el pecho, combinados con una ansiedad inespecífica-. Bueno, ya está, no importa…

–Dale, subite. No te hagas mala sangre por todo, Roberto. Cambiá la cara, che, que nos espera una charla picante hoy. Ya vas a ver como lo descoloco al viejo: será uno de los mejores escritores de todos los tiempos… todo lo que quieras, pero lo voy a sacar de sus ciudadelas de erudición y preciosismo, para bajarlo al barro helado de la Argentina de hoy…

–Pará Daniel. Claro, vas a apelar al recurso fácil de la contraposición… ¡Te conozco, sos un jodido! Mirá, me imagino perfectamente la secuencia: vos interpelando con insolencia al pobre Borges, que ni caminar puede ya, con tus planteos plagados de resentimiento. Ya me lo imagino: de un lado todos los responsables –los únicos, según tu mirada retorcida- del deterioro nacional, de esta especie de callejón sin salida: los militares, la oligarquía y todo el universo social gorila, cualquier idea que huela a liberalismo…

–¡No es resentimiento, carajo! –Daniel parecía dolido, mientras aceleraba con fuerza enfilando por Las Heras en dirección al centro-. ¡Siempre me venís con lo mismo, cortála de una vez! No tengo ningún complejo, asumo mi extracción social sin disimulo; no reniego de nada. ¿Te imaginás a un acomplejado saliendo con Felicitas Del Carril, hija de Elvira Tezanos Pinto de Ocampo y nieta de Javier Tezanos Pinto? ¿Te parece Roberto?

–El apellido es de Tezanos Pinto, en todos los casos el apellido original es de Tezanos Pinto, y así debe ser siempre; por lo visto no lo sabías. Y Felicitas, Felicitas es divina y es monísima eh; pero vive en otro mundo. Un mundo de revistas internacionales de moda, de pompones, de la última bota de ski, de los más nimios pormenores de la quinta Los Abrojos, de los tés eternos en la casa de los Marinetti…

–Me revientan las injusticias sociales Roberto, me duelen profundamente, me sublevan. Si tengo odio dentro de mí (algo de lo que no estoy seguro, por otra parte), es en todo caso un odio abstracto, digamos, un rechazo visceral de esas desigualdades que representan una genuina afrenta moral...

–Claro, pero la única manera de transformar esas realidades es, según tu entender, el recurso a la teología de la liberación, fuente de tu amada y perimida revista Cristianismo y Revolución, donde en apariencia hallamos todas las respuestas, las recetas para una nueva humanidad libre, auténtica… Revoluciones imposibles, son todas quimeras: es un pensamiento mágico, fracasado; una apología de la irresponsabilidad –Daniel giraba la cabeza y me miraba, extrañamente sereno, y luego volvía la vista al parabrisas, mientras tomaba la avenida Córdoba desde Talcahuano, y yo inhalaba aire con fuerza para continuar la arremetida-. El infierno son los otros, la frase de Sartre que explica perfectamente la irresponsabilidad de la que hablo: la culpa es del imperialismo yanqui ¿no?, que nos impide tomar una parte de Perón y combinarla con el programa de la Revolución Cubana, ¿no es cierto? Ese es tu sueño, esa combinación tan impracticable, tan…                          

–Para vos, Roberto, el infierno lo representamos Marechal, Jorge Abelardo Ramos, Arturo Jauretche, el padre Carlos Mugica y yo, entre tantos otros (y otras) que son, para vos, muy otros, demasiado otros. Simplemente porque cometimos o cometemos el pecado de querer, de soñar –para seguir tu línea argumental- una Argentina de pie, que no se entregue, que defienda sus intereses, que proteja a su industria y que defienda, por sobre todas las cosas, a los más débiles. Una Argentina soberana en serio, sin especulación financiera, y no este país de rodillas, entregado por unos pocos, donde te detienen o te matan por nada, donde sos un apátrida y un subversivo simplemente por pensar distinto.                        

A partir de entonces no tengo claro cómo siguió la conversación; recuerdo, sí, que pensé –apretando los dientes- una réplica más o menos de este tipo: sí, sí, vas de vez en cuando a la  parroquia Cristo Obrero para calmar tus culpas, llevar un poco de comida (cosa que no me parece mal) para alguna de las tantas familias pobrísimas de la zona, y vibrar –sobre todo vibrar- con el delirio del inminente advenimiento de la buena nueva: el pueblo próximo a levantarse para la victoria definitiva, para la instauración de una patria socialista y cristiana. Un rato después caminás tranquilamente por avenida Quintana, fumando un cigarro Cienfuegos, buscás a Felicitas por lo de Nelly Estrada, agarrás tu Fiat 1500 Coupé Vignale (o este auto adicional que tenés ahora) y terminás en la Munich de Belgrano o, en su defecto, en Luigi, en Palermo, donde buscás reafirmar tus prejuicios en las reflexiones de Coco.
Vos pensás que lo escuchás, creés que es un tipo muy original solo por lo insólito de su aspecto: su barriga hinchada y su camisa inevitablemente suelta, su pelo canoso todo revuelto, las cejas gruesas e igual de revueltas; pero es una originalidad aparente, superficial: su pensamiento es el tuyo, así de simple.                      

Al final no dije nada de todo eso, no quise seguirla. Él tampoco: el diálogo prosiguió por carriles más livianos; eso sí lo recuerdo, pero no podría precisar el contenido. Nos habíamos pasado: el intenso intercambio verbal y gestual dio lugar a la distracción, y de pronto estábamos ya a la altura de la calle Junín, junto a la manzana del demolido Hospital de Clínicas.
Daniel fue el primero en advertirlo (yo tenía una vaga noción de la ubicación del departamento que le prestaban a Borges; alguien me había comentado que estaba cerca del Teatro Colón): dobló con brusquedad por Uriburu y retomó por Paraguay hasta Talcahuano, mientras se justificaba diciendo: "de golpe se me confundieron los tantos, ¿viste?, y agarré Córdoba como yendo a la otra casita del viejo, la anterior. ¡Qué pedazo de!... Bueh, ya está, ya está, no pasa nada."                               
El Ford Pinto quedó estacionado justo pasando Viamonte, y Daniel y yo nos bajamos para buscar a Borges. Llegamos a una especie de edificio muy angosto, bajo y oscuro; la puerta cancel –algo muy inusual en el centro de Buenos Aires-, probablemente de roble, estaba abierta. Yo me quedé pegado a la pared del zaguán, con la mirada clavada en los azulejos del piso. Pasó un rato, no sabría precisar cuánto tiempo, y de repente apareció Borges caminando con dificultad, del brazo de Rosita Lemos; Daniel detrás secándose la frente con un pañuelo inglés marca Pyramid, y el sol tardío que se filtraba por el umbral de la puerta, blanqueando el dintel y el faldón.                              

–¡Ah! ¿Cómo le va Borges?, ¡qué gusto verlo! –dije, visiblemente emocionado.

–Buenas tardes… Antonio, ¿sos vos?, ¿Carrozzi?

–No, no –contestó rápido Daniel-. Disculpe maestro, Antonio Carrizo no es de la partida, lamentablemente. El señor que lo saluda es Roberto, de quien en su momento le hablé con relación a…              
                      
–No, no lo recuerdo para nada –interrumpió Borges como desorientado-. No creo haber escuchado ese nombre últimamente. De todas maneras, si se trata de ese grupo literario nuevo que están constituyendo, sepan que el ingreso en los laberintos de la anacronía pude resultar un desafío vano, insuperable. Daniel, eso ya lo hicimos –según dicen algunos críticos muy entendidos- en los años 40; y digo hicimos porque, lo importante, era darle a nuestro lenguaje el lugar que debía tener. Y para eso necesitaba enredarme –para darle voz, para amplificar ese mundo- con resabios y huellas del malevaje y los compadritos… Sobre todo con la vida anodina y deprimente del arrabal, con sus casas sin revoque, el hombre y la mujer conversadores; testimonios de la vieja alegría del milonguero de principios de siglo…

–Nosotros creemos firmemente –dijo Daniel en tono cortante, acercándose hasta mí y entregándome un manuscrito cuya letra podía identificar como suya- en la necesidad… en la necesidad imperiosa de renovar la prosa latinoamericana, de depurarla y acercarla a la gente común. El propósito trasciende lo meramente literario, y busca constituirse en un hecho social, cultural. Debemos esforzarnos por propagar una prosa inteligible, que invite a la reflexión y a la acción transformadora, comprometida.          

–El imperativo ético del que siempre hablás –indiqué e hice una seña para abordar el Ford-. Quizá sea posible compaginar ambos planos, el ético y el estético. ¿O acaso no creés que en la obra del maestro subyazca una profunda preocupación ontológica? Maestro –me dirigí a Borges cambiando de tema, y con cierta sorpresa-, ¿no va a llevar ninguno de sus bastones?                      

–No. He decidido concurrir a lo del señor Adrián Dahlmann desarmado –contestó con temblorosa ironía-. Puedo entrever estocadas, arteras quizá; pero las acepto en la medida en que provendrán de gente educada. ¿Porqué evitar la sana conversación? No creo en blindajes ni encierros: la proverbial timidez argentina (fatalmente inserto en ella estoy) no me priva del ejercicio de una caballerosidad un poco a contramano… Quiero decir que no es deliberada, no podría serlo. Déjenme decirles algo más, antes de que subamos al coche, y esto a propósito del asunto que nos reúne esta tarde: mi escritura más madura no viene siendo deliberada, en ningún sentido del término. El que bien escribe –y dejo a otros la ratificación o no de tal sentencia, con relación a lo que se ha dado en llamar mi obra- nada pretende, al menos externamente. De esta forma suelo aclarar que la búsqueda de color local no es, a mi juicio, una meta válida. ¡Pensemos en José Hernández, si no! Tampoco pretendo develar esencias de un determinado ser o arquetipo (criollo, argentino, o lo que fuera): juego con todo eso, sí.                   

–Discúlpeme, estimado Borges, que cambie de tema –Daniel se mostraba confundido-. Usted acaba de decir que la reunión es en lo de Dahlmann…     

–¡Ah sí, lo había olvidado por completo! La memoria puede ser un laberinto o por el contrario, puede que alcancemos a librarnos de sus recovecos, sus esquinas falsas, el innúmero de salidas… Nos aprisiona cuando tendemos a cuantificar, cuando se entrelaza con el afán de acumulación material. Supongo que no es mi caso, ¿no es verdad? Bueno, como le decía –prosiguió Borges con el rostro demudado-, olvidé decirle que hubo un cambio de planes: el señor Dahlmann me telefoneó ayer para ofrecer su casa como lugar de encuentro, y me pareció una idea excelente –habida cuenta del origen infame del sitio elegido inicialmente-, de modo que allá vamos.                

Rosita Lemos ayudó a Borges a sentarse en la butaca delantera del Ford Pinto, y luego se ubicó en el asiento trasero izquierdo, mientras yo me agachaba para sentarme en el asiento restante –Daniel ya estaba poniendo en marcha la joyita-, observando la cabellera cana y el saco gris claro de Borges, de un Borges extrañamente desprovisto de bastón, de modo que sus manos yacían bajas, como derrotadas; yo, sin embargo, las imaginaba altivas sobre un puño curvo de estilo chino.         
Mi memoria arbitraria decidió, con empaque, borrar todo lo referente al trayecto desde la casa de Borges hasta la de Adrián Dahlmann: página en blanco. Mis imágenes mentales solo recomienzan en el interior del oscuro garaje de la calle Juncal, en los confines del barrio de la Recoleta. La penumbra daba un lustre desperfilado a las figuras que dejaban el Ford rumbo a la puerta con arco de medio punto, adornado con un mosaico granadino. Del otro lado nos recibía Adrián, el rostro forzadamente hospitalario y amigable. (Siempre me preguntaba, y me pregunto, si se trata de una máscara poco sutil o de un aspecto sincero: su tranquilidad me resulta sumamente sospechosa, no hay nada que hacerle.) Con Borges se detuvo especialmente a conversar en voz muy baja, en actitud confidencial.
Otro vacío de factores recordativos se impuso desde ese último instante, para ceder en el punto en que Rosita le alcanza a Borges un vaso de agua muy fría, que él beberá con fruición para calmar la tos. Ya repuesto, ensaya una contestación pausada al comentario previo de Daniel, del que sólo conservo un eco muy oscuro, desfigurado: no es posible ensayar aserciones que impacten en el tiempo y en el espacio, al menos no de la manera que usted, estimado Daniel, supone necesaria y hasta obligatoria, por lo visto, de parte de un escritor que se precie de serlo. No debemos aspirar a tanto: ¿qué es eso de la eficacia del lenguaje, de la acción que desata o enmarca un simple párrafo, la palabra escrita en general? Eso es una cursilería; cuando se escribe no se piensa de una forma específica, ¿no le parece?

Discúlpeme, Borges –Daniel responde reacomodando su cuerpo en un sillón de madera oscura y terciopelo verde-, con todo el respeto y la admiración que le profeso, disiento radicalmente. No encuentro otra forma de decirlo: ¿qué nos queda si no? ¿Acaso no somos observadores de una realidad que nos interpela constantemente? ¿Cómo poner distancia, cómo evadirse de las humillaciones, de la opresión? América Latina es una realidad concreta, profundamente concreta, y nuestro deber es registrarla, describirla; y en esa descripción detonar un llamamiento, sacudir conciencias.

–En eso Borges es claro, Daniel –repuso Adrián con una voz suave y casi melódica-. La cuestión de las orientaciones me parece central y suscribo la postura de Borges, sin duda: no hay destinatarios en la literatura narrativa que nos interesa: en el cuento, la novela, y tampoco en la poesía. Podés apartarte enteramente de la ficción y dedicarte al ensayo o al género biográfico, y dar rienda suelta a tus pasiones. En el panfleto, en el folleto, tenés múltiples opciones para canalizar tu imparcialidad, tu acentuado sesgo; pero a la hora de dar cuenta de los hechos que tanto nos afligen o interesan empobrece tu trabajo, tu esfuerzo: todos esos papeles que escribís y tachás, reelaborándolos, llenos de vigor y elocuencia están, desgraciadamente, empequeñecidos por tu incapacidad de poner distancia, de mirar en perspectiva.

–Cambiando de tema –dije con énfasis, con una autoridad que de todos modos suponía ausente-, creo que deberíamos abordar la cuestión que nos trajo hasta aquí. Quiero decir, los alcances y las posibilidades de empujar, aún no me explico cómo, una genuina renovación de la prosa latinoamericana. Por otra parte, ¿porqué limitarnos a la narrativa más reciente, convencional y citadina? ¿Acaso no valdría la pena incluir variantes como la novela poemática, los poemas en prosa o el verso libre? Y no me vengan con eso de la obsolescencia y el anacronismo. Para mí un Ricardo Güiraldes, un Estanislao del Campo, un Carlos Guido y Spano, un Fray Mocho… podría seguir; bueno, son todos exponentes –más allá de sus diferencias- de una literatura nacional perenne, inoxidable. El innegable el predominio de la poesía, al menos durante el siglo XIX y hasta bien entrado el actual, constituye una especie de basamento de nuestras letras. Cimientos compuestos de varias capas, digámoslo así, espejos peculiares del proceso literario europeo. Me remonto a la Colonia: la fraseología hidalga y barroca del siglo XVII, la verba neoclásica, el maremagnum desatado por un romanticismo que llegaba tarde (pienso en Esteban Echeverría); y luego las dos vertientes de la reacción: de un lado el Parnaso (Borges, usted podría explayarse respecto de sus reflejos locales), el simbolismo y el modernismo, y del otro la novela naturalista y el realismo. Después las vanguardias, el boom latinoamericano…

–No nos podemos ir tan atrás, Roberto –contestó Daniel-; es impensable un raconto o revisión semejante. Reconozco el aporte de muchos poetas y pensadores, de aquí y de otros países de Hispanoamérica al brillo y a la hondura de nuestra literatura, pero ese no es el punto. Además, no podemos circunscribirnos a las letras argentinas; no es ese el propósito del grupo que estamos conformando. Hace unos días almorcé con Abelardo Castillo para transmitirle nuestro proyecto; me escuchaba con atención y pareció muy entusiasmado. Quiere ser parte de esto y me recomendó lo siguiente: que demos a luz una publicación literaria rupturista, audaz, de una significación equivalente a la revista Martín Fierro en los años 20.                     

–Tengan a bien no empantanarse en las charcas de la imprudencia –aconsejó Borges aclarándose la voz-. No olviden la importancia de lo perdurable: no vaya a ser que den un simple relumbrón y luego se vayan apagando… Yo recuerdo, ustedes lo saben, mis colaboraciones en Martín Fierro. Casi que me arrepiento; un individualista spenceriano como yo publicando artículos en una revista de futuristas, de nacionalistas. No olviden, además, que las verdaderas renovaciones no nacen de una premeditación vacía; ustedes pretenden planificarla y de esa forma solamente obtendrán páginas desfloradas, textos acotados, atrofiados… La buena literatura, la que vale la pena y se lee sin obligación es ajena a las elucubraciones del ideólogo. Las buenas páginas son libres, sinceras, libradas de todo compromiso que no sea el del autor consigo mismo.

–Borges –repuso Daniel suavizando la voz-, déjeme decirle algo: este proyecto promueve una renovación, una revitalización si usted quiere, de la literatura como arte; claro que sí, con la espontaneidad propia del discurso creado, de la inventiva y del ímpetu creador. Pero no podemos escindirnos de un proceso histórico muy denso y complejo: el de una América Latina a la que no han dejado ser… Y estamos inmersos en eso; hay una historia viva, que deja sus marcas, sus cicatrices, y tenemos esa otra historia, yo diría superflua, muchas veces expresada en letras muertas, carentes de significación histórica. Roberto acaba de mencionar a Guido y Spano: ¿qué relevancia puede tener hoy día esa poesía del siglo pasado, que no sea simplemente un entretenimiento estético-lingüístico? Nuestros desafíos, como nación, como sociedad en ebullición, nada tienen que ver con los de aquella edad supuestamente dorada y progresista, pero en realidad plagada de desigualdades y cegueras, profundamente antipopular. Por supuesto que cualquier autor o género, de cualquier época y lugar tendrá su espacio en las publicaciones que surjan de este grupo; sin embargo, nuestro eje se centrará en indagar y remover la prosa latinoamericana actual y la del pasado reciente. Todo lo anterior será para nosotros secundario, en tanto desprovisto de la resonancia que sí tienen, huelga decirlo, las letras de los últimos veinte o treinta años.           

–Bueno, en tal caso ese segundo plano –hice un ademán y señalé, con mi mano derecha, la hilera trasera de piezas negras, seguramente de cobre, sobre un antiguo tablero de ajedrez (imagino que de madera de álamo) de bordes cuidadosamente tallados, y una laguna se adueñó temporalmente de mi mente…

Quisiera tomar un café; no, no, mejor un té, con dos cucharitas de azúcar por favor –Borges ocupó el lugar del silencio-. Pienso en el gaucho, sigo pensando en él: anhelo de inmensidad, de horizonte a la vista; esa mezcla de rosa y violeta, el cielo completo, el mar de cardos y ortigas, la proliferación de hormigueros, el barro y el polvo… La pobreza de la pampa rica, que es como una cancha de fútbol interminable; por eso el fútbol encaja bien con el argentino. Es espacial la clave, ahí podemos encontrar la caja de cambios de nuestro tiempo; sí, la indefinición del espacio: ¿dónde finaliza la ciudad?, ¿dónde arranca el campo? La ausencia de certezas nos deja en el suburbio y, por ende, Argentina es ante todo el suburbio; Argentina, el país profundo quiero decir, se condensa en los suburbios, los viejos arrabales –Borges toma el té con dificultad, sus movimientos muestran cierta desconexión y lentitud.          

Eso es exactamente así, la patria negada, despreciada… Daniel coincidía con Borges esta vez.

Bueno –Adrián levantó el tono de voz-, esto se está volviendo demasiado repetitivo. En cualquier caso, Roberto, creo que deberíamos programar una visita a la biblioteca de Gustavo Fillol Day.

Gustavo Fillol Day… –repetí apagando progresivamente la voz, y un silencio compacto invadió el salón.   


No recuerdo nada más, prácticamente. Desconozco inclusive cómo volví a ese departamento –mi departamento- tan blanco y tan gris, angosto y de ventanas ausentes y apagadas, abarrotado de libros, de aire fresco y escaso, de aire viejo. Borges estaba como en otra cosa, perdido en su saturado universo interior; Daniel estornudaba y empalidecía, y luego todas las figuras humanas presentes se replegarían de una manera imposible de describir, inefable, en un contorno de aromas y colores naranjas, o mejor dicho relativos a un naranja claro, amarillento, pálido. Me viene a la mente, eso sí, el súbito dolor de cabeza que invadió mi ser cuando las últimas palabras de Adrián, entremezclado con una fría somnolencia y la sensación de que todo se opacaba, una realidad y un encuentro que se desintegraban. Nunca más los volví a ver, a ninguno de ellos, nunca más, pero estarán siempre conmigo.    

viernes, 28 de diciembre de 2018

Cambiemos y el futuro de la Argentina

La coalición Cambiemos, más allá de sus cuentas pendientes como coalición de gobierno, o tal vez precisamente debido a ellas, debe asumirse más claramente como un espacio político neo-socialdemócrata y neo-desarrollista, más allá de todas las vaguedades y cierto anacronismo que las tradicionales categorías político-ideológicas tienen en la actualidad. Esta necesidad de explicitar una orientación que vaya del centro a un progresismo republicano y modernizador, en condiciones de interpretar y de abordar la actual fase del capitalismo (la denominada Globalización 4.0, también conocida como Cuarta Revolución Industrial), es importante por dos razones principales: 1) para cohesionar el frente interno, adoptando, adaptando y readecuando, cuando sea necesario, el ideario del radicalismo y de la Coalición Cívica, y 2) para consensuar, primero hacia dentro del espacio oficialista y luego hacia fuera, en particular con el peronismo dialoguista, un programa de reformas que le permita a la Argentina retomar la senda de un desarrollo socioeconómico sustentable.  
En tal sentido las reformas, si bien imprescindibles, sólo podrán atravesar con éxito el terreno político- parlamentario y el de la opinión pública si son expresamente presentadas como superadoras del recetario neoliberal. Para decirlo en otros términos, nuestro país necesita implementar un programa amplio de reformas en diversos ámbitos de políticas públicas, en especial aquellas destinadas a mejorar la competitividad sistémica de la economía, pero enfatizando un afán modernizador de espíritu neo-socialdemócrata y neo-desarrollista, encaminado a la construcción de una economía más abierta, más competitiva y menos concentrada, en el marco de una sociedad más justa e igualitaria. Para ello, la experiencia del gobierno de Felipe González en España, durante los años 80, puede ofrecer algunas pistas o claves susceptibles de ser traducidas –nunca copiadas mecánicamente- a nuestra realidad.
Aunque a muchos lectores les parezca extraño, ciertas similitudes entre el modelo económico franquista y el aplicado durante los gobiernos de Cristina Fernández justifican este recurso comparativo. Dejando de lado las obvias diferencias entre una dictadura militar y una democracia (muy defectuosa, pero democracia al fin), en ambos casos se trató de economías muy cerradas y trabadas por un sinnúmero de reglamentaciones y políticas intervencionistas, apoyadas en una concepción nacionalista y corporativista. Sin embargo, el desafío para Cambiemos –en caso de ganar las elecciones presidenciales del año próximo- es mucho más arduo que el afrontado por el socialismo español luego de la dictadura de Franco.
Además de las diferencias estructurales entre los dos países y en cuanto al tiempo histórico (aquellos eran los días de gloria del capitalismo de mercado, ante el inminente derrumbe de la planificación centralizada de cuño soviético y otras variantes estatistas), el nacionalismo populista del período kirchnerista, con un discurso que machacaba respecto del supuesto sentido revolucionario y democratizador de las políticas implementadas, acompañado de un desmesurado estímulo de la demanda agregada (mediante una emisión monetaria fuera de control dirigida a financiar el constante incremento del déficit fiscal) que lo hacía para muchos creíble, interpela al actual gobierno y lo condiciona de un modo muy diferente.           
No es lo mismo gobernar después de cuarenta años de un régimen autoritario tradicional, y una breve transición, en los albores de la Globalización neoliberal, que hacerlo en estos tiempos de recientes e inminentes oportunidades producto del avance vertiginoso de las nuevas tecnologías (Big Data, Inteligencia Artificial, Impresión 3D, Nanotecnología, Biotecnología, Internet de las cosas…), pero en los que reverdecen populismos y nacionalismos de los más diversos pelajes, la democracia liberal muestra signos de envejecimiento, y la herencia envenenada del kirchnerismo –administrada, y esto también hay que decirlo, con algo de mala praxis por parte del gobierno de Macri- empantana el horizonte de corto y mediano plazo.
Por lo tanto, este nuevo programa de reformas requiere la combinación de elementos que en la Argentina parecen a priori incompatibles: la promoción del tándem productividad-competitividad con políticas fiscales, sociales y educativas progresistas, incluida una auténtica revolución en materia de políticas de asistencia social, fundada en la profundización de los programas vigentes y en una fuerte apuesta por la instrumentación de políticas sociales universales. Al mismo tiempo, y acorde a esta combinación de orientaciones en apariencia contradictorias, resultaría muy conveniente una reformulación o fortalecimiento del discurso oficialista (repleto, lamentablemente, de sobreentendidos y vacíos), en aras de una síntesis entre la prosa socialdemócrata y desarrollista tradicional y los nuevos lenguajes propios de la Globalización 4.0.      
La ciencia económica lo ha demostrado en base a la evidencia empírica: el crecimiento económico sostenible en el tiempo, unido al desarrollo humano depende de los llamados factores de oferta; así, la acumulación continuada de capital físico (tecnologías e infraestructuras) y humano, en sintonía con la extensión de nuevos programas de Investigación, Desarrollo e Innovación (I+D+I) y una mayor productividad social de la inversión, funcionan como los vectores más consistentes de desarrollo socioeconómico. Nada de esto puede ser posible, de todas formas, sin un marco jurídico y económico estable y previsible, y para ello es imprescindible la preservación del equilibrio fiscal y de un tipo de cambio competitivo, que facilite una disminución de la carga impositiva, las inversiones netas (incluida la inversión extranjera directa), el crecimiento sostenido de las exportaciones y, como resultado, una menor necesidad de recepción de flujos externos de capital.
Si un sistema económico de este tipo es acompañado de una eficiente promoción estatal de programas de Investigación y Desarrollo –enmarcada en la institucionalización de Sistemas de Innovación que habiliten, por ejemplo, un despliegue generalizado de fábricas inteligentes (la denominada Industria 4.0)-, que deriven en un fortalecimiento de los encadenamientos productivos y en la progresión de una economía menos dependiente de la importación de tecnologías de punta y bienes de capital, la vulnerabilidad macroeconómica se reduce sensiblemente frente a eventuales shocks externos.       

Finalmente, sentar las bases para consolidar crecimiento económico, equidad social y desarrollo humano precisa enhebrar acuerdos lo suficientemente amplios y duraderos (incluyendo en ellos a la dirigencia política, sindical y empresaria y a sectores de la sociedad civil), como para garantizar la continuidad institucional de unas reformas y políticas públicas diseñadas para encarar los desafíos y aprovechar las oportunidades de la actual fase del capitalismo global.