La sobria sala de lectura debería inspirarme, pero cierta falencia disloca mi abordaje textual y discursivo: la escritura a mano me desencaja, privado como estoy -en estos párrafos iniciales- de la perfección caligráfica y espacial de la informática, de ese poder de oficialización: la capacidad de formalizar y perfeccionar un texto facilitando, de algún modo, la buena escritura. Se trata, en definitiva, de otra dimensión comunicativa, largamente analizada por los cultores del concepto de hipertexto; una dimensión que, paradójicamente, es profundamente literaria, en tanto ensancha el horizonte creativo con toda la información al alcance de la mano -de la mano de internet, me explico-.
El sueño de Borges, seguramente: una biblioteca mundial, universal, una nueva ilustración, ahora sí completa (completamente globalizada). La cosa es que debo sobrevivir a birome y papel hasta nuevo aviso, hasta que Luisa me devuelva la Toshiba, como el jugador de tenis que se banca el rapidísimo césped cuando su hábitat es el polvo de ladrillo, y así que acá estoy, escribiendo con la sinistra. Acabo de desplazarme de una de las sillas a un sofá marrón claro, y tomo la decisión de hacer uso de una caligrafía más controlada, disminuyendo el tamaño de los caracteres. Esto me aporta seguridad y comodidad.
Miro los libros en los estantes blanquísimos, la alfombra blanca y lisa -una moquette, mejor dicho-, sobreviene una laguna psíquica y entonces me pongo a pensar. Ahí está Somalia, casi en el ecuador africano y sin embrago cercana, étnica y lingüísticamente, a las naciones semíticas y bereberes del norte del continente; es decir, reflejos del África sahariana dentro del África subsahariana. Imagino esas tierras resecas y polvorientas, castigadas por un sol ecuatorial sin filtros: ese rincón del mundo carece de la humedad atmosférica que da lugar, en regiones de latitud similar, a la formación de selvas regadas por el cielo casi diariamente.
Se trata de un país con una historia rica y compleja, habitado por "bereberes de piel oscura", según la ajustada descripción hecha por Yuqut al-Hamawii en el siglo XII. En efecto, los somalíes descienden principalmente de los cusitas, pobladores del antiquísimo Reino de Kush (situado en Nubia), ancestros también de los etíopes y de otros pueblos cercanos. De acuerdo con la tradición bíblica, los cusitas son los hijos de Cam, los semitas -los judíos y los árabes- los hijos de Sem y los pueblos europeos los hijos de Jafet. Los hermanos Sem, Cam y Jafet fueron, a su vez, los hijos de Noé y los encargados de rehabitar la tierra después del Diluvio Universal.
Una vez instalados en la actual Somalia los cusitas desplazaron, en fechas remotas e inciertas de la antigüedad a los nativos bosquimanos. Noticias y documentos históricos del siglo I d.C. dan cuenta de la existencia de Sarapion, antecesora de la actual Mogadiscio: en torno de esta última se formó, a partir de la llegada de conquistadores árabes durante los siglos IX y X, el Sultanato de Mogadiscio. Por otra parte, la presencia persa y su perdurable influjo se materializaron, por ejemplo, en el nombre de la ciudad: el término somalí Muqdisho deriva de la voz árabe Maq'ad-i-Shah, "la sede del Sha".
La línea costera somalí, increíblemente bella, con el océano Índico brillante y azulado, lleno de vida y espuma, generoso en tiburones y arrecifes de coral, se abre paso a través de unas playas de arena aparentemente muy fina, como por ejemplo la playa de Lido cerca del centro de Mogadiscio, una especie de Ipanema del Cuerno de África, un hervidero de gente, colores y barcas pesqueras. Bilad-ul-Barbar, la "Tierra de los bereberes": así era como los árabes medievales llamaban a la región, por entonces pujante y estratégica, merced a sus artesanías textiles, el comercio del marfil y las rutas comerciales hacia el norte de África, Oriente Medio y Asia Menor.
Seguramente los italianos, que conquistaron Somalia y comenzaron a ocuparla a principios del siglo XX (la colonización desarrolló la obra pública, incluyendo proyectos como el trazado de la Strada Imperiale, que debía unir Mogadiscio con Adís Abeba), se deslumbraban con las casas de paredes de corales, las torres, las mezquitas, los algodonales y las plantaciones de caña de azúcar y de banano; también con las montañas del norte que vigilaban las mesetas hirvientes con sus caravanas de camellos, los raros árboles ecuatoriales, el sol omnipotente con sus hilos de luz blanca o platinada y el tiburón tigre del Índico (que se hacía una fiesta con las menudencias y restos del ganado faenado; sí, los somalíes comían mucha carne y poco pescado).
Mi mente oscila entre Somalia y una sala de lectura fatigada de mi presencia. Veamos: no conozco al detalle de la situación actual de los somalíes (investigarla me impediría escribir aquí y ahora), pero su historia reciente, a partir del derrocamiento del régimen militar de izquierda conducido por el General Mohamed Siad Barre, que gobernó el país entre 1969 y 1991, al menos hasta el proceso de pacificación iniciado en 2010, exhibió la desintegración de una nación sumida en el caos y la violencia armada: el gobierno federal, que controlaba una parte ínfima del territorio; los señores de la guerra (líderes de clanes y tribus enfrentados entre sí); la regiones autonomizadas de hecho en el norte (Somalilandia, Puntlandia y Galmudug), el terrorismo islámico (Al-Shabab y, en menor medida, Estado Islámico) y los piratas del Golfo de Adén, todos ellos han protagonizado una sumatoria de impotencias, aprovechada por los islamistas radicalizados para fogonear la pira y las brasas ardientes que consumirían la vida civil.
Mogadiscio se halla casi completamente en ruinas, edificios destartalados o destruidos conviven junto a canteras de escombros, palmeras y ese cielo azul limpio y perfecto, testigo de la seca estufa ecuatorial aliada de siestas tristes, tensas y apuradas. Si usted, lector, estuviese llegando en calidad de cronista, turista, simple visitante o lo que sea, saldría del Aeropuerto Internacional Aden Adde con casco y chaleco antibalas directamente hacia la Zona Verde de la ciudad, una ciudadela adyacente a la terminal aérea donde se refugian periodistas, diplomáticos, militares y personal de Naciones Unidas. Si usted quisiera recorrer la ciudad propiamente dicha, lo haría escoltado por una guardia nutrida de muchachos armados hasta las muelas y encías, en camionetas que circulan a toda velocidad para evitar balaceras o secuestros.
A pesar de la desolación y de una crisis humanitaria de proporciones descomunales, a pesar del riesgo latente de perder la vida en manos del fundamentalismo islámico, y a pesar de las serias limitaciones del proceso de pacificación (del que participan autoridades gubernamentales, líderes tribales, grupos paramilitares, islamistas moderados, ONGs y organismos encargados del despliegue de ayuda internacional), Somalia intenta levantarse y andar de la mano de una dirigencia política calificada peyorativamente de tecnocrática, conformada sobre todo por somalíes de la diáspora (ciudadanos que se habían radicado, en general, en países occidentales durante los años más duros de la guerra civil), docentes, médicos, emprendedores, inversores y contratistas jóvenes embarcados en la peligrosa e incierta reconstrucción del país.
Podemos observarlos en reportajes televisivos, hablando buen inglés, cordiales y aplomados: estos proyectos y emprendimientos (hospitales, centros educativos, carreteras, hoteles, restaurantes, etcétera) cuentan con el apoyo o la promoción de la Misión de la Unión Africana en Somalia (AMISOM, por sus siglas en inglés), encargada de organizar la llegada de ayuda humanitaria y de colaborar en el proceso de pacificación nacional, y cuyo funcionamiento es avalado, a su vez, por las Naciones Unidas. Hablan sin tapujos de las ventajas de la iniciativa privada, las inversiones y las oportunidades de negocios rentables; sin mala conciencia, sin condicionamientos respecto de lo políticamente correcto y, sobre todo, con el arrojo y el desprendimiento necesarios, valga la contradicción terminológica, para emprender, trabajar, construir y reconstruir pese al acecho constante de las bombas y las balas de Al-Shabab.
La grieta somalí es entre las autoridades de gobierno, el sector privado, los grupos paramilitares y tribales progubernamentales y los islamistas moderados, de un lado, y el terrorismo islámico en la vereda de enfrente. ¿Cuál de los dos bandos está en condiciones de integrar de a poco, arduamente, a los millones de somalíes azotados por el hambre y por la falta de vivienda y servicios básicos? Si estuviese allí, no tengan dudas: elijo de pies a cabeza la grisura del bando gubernamental y progubernamental, aliado de Occidente, pro-mercado, etcétera, etcétera; ese universo detestado en todo el mundo por las almas bellas del progresismo mal entendido, del idealismo mal entendido, del garantismo mal entendido.
Ocurre que el idealismo y las utopías se disuelven frente a una realidad que siempre, en cualquier tiempo y lugar, nos obliga a elegir. La vida también se trata de eso, de tomar partido, aunque sea gris, aunque no entusiasme. ¿Quo vadis, Somalia?
martes, 2 de enero de 2024
¿Quo vadis, Somalia?
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