Hablar de Luca Prodan es, sobre todo, hablar de una época, una época -los geniales años 80- bien dramatizada por ese taurino provocador que siempre iba al hueso del asunto: las entrevistas -esas raras entrevistas otorgadas a publicaciones efímeras o a radios desconocidas- lo mostraban tal cual era: transparente, incisivo, enemigo de los lugares comunes y amigo del pensamiento crítico. Odiaba las poses, detestaba el engreimiento y esa mediocridad sobrevalorada típica de las sociedades de consumo, masificadas en el peor sentido del término. Nunca se guardaba nada, era simple, espontáneo y libre; volaba y vagaba, siempre despojado.
Luca perteneció, tal vez, a la última guardia de individuos brillantes y creativos que no se la creían (eran conscientes del talento y del liderazgo que llevaban a cuestas, pero no consideraban que eso los colocara en un pedestal alejado del resto de los mortales), y brilló además en la que probablemente haya sido la última década con personalidad, la última de una trilogía inolvidable y fenomenal (las décadas del 60, 70 y 80). Una trilogía que parió, literalmente, este nuevo mundo de base posmoderna: estas primeras décadas del siglo XXI perecieran ser una aburrida degradación de todo aquello, como si los avances científico-tecnológicos fueran inversamente proporcionales a la expansión de la estupidez.
Ahora estamos condenados -lo hemos estado durante los últimos veinte o treinta años- a una especie de continuo revival, abaratado y distorsionado, de la originalidad y la creatividad anteriores: venimos asistiendo desde entonces a una especie de dictadura del mal gusto que pretende dictar cánones o dogmas ligados a lo que se considera políticamente correcto, piola, canchero… No hay audiencia, no hay público masivo para los herejes, para quienes no aceptan la malversación de la verdad, de las causas nobles, de valores que deberían ser universales. Se trata de una corriente de pensamiento, de una actitud vital predominante, aparentemente progresista pero en realidad profundamente inquisidora y al mismo tiempo relativista, que tiende a rotular y descalificar todo aquello que no sintoniza o que desentona con sus propios parámetros. Son las almas bellas bienpensantes que se adueñan del pensamiento.
Lo que está mal está mal, detesto las relativizaciones: por ejemplo, robar está mal, y robar los dineros públicos está extremadamente mal; punto, no hay vuelta que darle, aunque a una parte muy relevante de la sociedad argentina eso no le importe. Bueno, alguno que conozca la historia biográfica de Luca recordará su colorida confesión, incluida en el libro sobre Luca de Carlos Polimeni: en Londres me echaron de mi laburo en la Virgin Records porque me robé todos los discos… (en realidad Luca hurtó algo así como 350 vinilos, algunos de los cuales llegaron a la Argentina con él). Como mi intransigencia con las relativizaciones también es relativa, adelanto dos motivos que suavizan este desliz moral:
Luca era evidentemente un apasionado de la música, un melómano, pasión que iba mucho más allá de las bandas británicas de aquel tiempo (los años 70).
Luca estaba inmerso de la niebla y el torbellino de las drogas duras, especialmente la heroína. Es decir, estaba enfermo, muy enfermo. Todos buscamos protección, esa protección original, gestante digamos, de una u otra manera; Luca encontró un refugio en la heroína primero y en la ginebra después.
No jorobaba a nadie, excepto a sí mismo. Dejemos de lado su deriva autodestructiva y pongamos sobre la mesa esas anécdotas que lo pintan como alguien rústico y a la vez refinado, hondo conocedor de los films de Fellini, de interesante cultura gastronómica -lo fascinaban las ostras-, lector voraz cuando era muy joven y, por sobre todas las cosas, libre, de una libertad errante, peregrina. Todo indica que disfrutaba de las cosas más simples de la vida, y su sencillez lo llevaba a juntarse con gente común: salía caminando de sus recitales acompañando al público de a pie, o aparecía en los escenarios subiendo a personas desconocidas que terminaban participando del show, una especie de happening desprolijo, espontáneo.
Si atendemos a la definición de happening que nos ofrece John Cage: reunión de acontecimientos teatrales sin guion o trama, resulta que los conciertos de Sumo la plasmaban con llamativa fidelidad: la performance de Luca era actoral, poética y cómica, y pareciera haber sacado lo mejor de sus compañeros de banda. No es cierto que Sumo se reducía a Luca. Él mostraba el camino a seguir, y sus compañeros de ruta supieron interpretar su mensaje, su inspiración y todo ese bagaje de experiencias musicales, de actitudes, de mundo en definitiva. Porque Luca introdujo mundo en esta Argentina casi siempre periférica, aislacionista, patológicamente nacionalista (un nacionalismo exagerado propio de un país inseguro, desgarrado). Por eso su critica filosa a los músicos argentinos incomodaba tanto, porque los argentinos detestamos criticarnos a nosotros mismos, y tampoco soportamos reírnos de nosotros mismos, de nuestros fracasos, taras y derrotas.
Introdujo mundo y desarraigo como los inmigrantes italianos y españoles en su momento, pero un mundo muy distinto, otro mundo, diametralmente opuesto a esa solemnidad de una sociedad que se toma todo demasiado en serio, una sociedad de fachada, que no admite su ostensible fracaso colectivo o, en caso de aceptarlo, echa las culpas afuera, en enemigos imaginarios (internos o externos): el infierno siempre, siempre son los otros.
Me quedo con ese Luca que se reía de si mismo, ese beautiful loser que compuso el último tango, el tango final, con un retrato casi metafísico del Abasto. Luca, un ser de mirada radiográfica, como Martínez Estrada. Luca, príncipe y mendigo, mendigo y príncipe; nuestro último tano inmigrante, un loco lindo.