La
irrupción de Sergio Massa, en las grandes ligas de la política nacional,
resultó abrupta e impactante. El muchacho del delta demostró ser un gran
tiempista, generando una impaciencia insostenible en los distintos sectores
que, por muy diversas razones, se encontraban sumamente pendientes de sus
movimientos y definiciones. La gran apuesta del kirchnerismo-cristinista al
respecto perecería haber sido, vista la estrategia seguida hasta estos días, la de
realizar un sobreactuado exhibicionismo de poder político, destinado a disuadir
nuevos desafíos dentro del peronismo. En ese marco se inscriben las frecuentes
humillaciones a Daniel Scioli, convertido en un punching ball ideal. Y en ese marco está inserta, también, tanto la
retórica destinada a mostrar una voluntad de poder absoluto, como las
decisiones concretas destinadas a alcanzar dicho objetivo (la fallida
estrategia del 7-D, la reforma judicial, el nombramiento de Gils Carbó en la Procuraduría General,
etcétera).
Éste ha sido
el mensaje hacia la dirigencia peronista; hacia el resto de la
sociedad, en tanto, la búsqueda de la suma del poder público, en desmedro de la
democracia republicana, es ocultada –con poco éxito- detrás de un discurso que
resalta la supuesta vocación democratizadora de las medidas impulsadas. Se
pretende, en tal sentido, instalar la idea de una lucha heroica orientada a la
constante ampliación de derechos: en el caso de la ley de reforma judicial
–cuyos artículos clave se encuentran anulados o suspendidos por la Justicia-,
se la justifica apelando a la aparentemente imprescindible e inevitable
necesidad de dar lugar a la expresión de la voluntad popular, a la hora de
la elección de los miembros del Consejo de la Magistratura.
Sin
embargo, la sola decisión de Massa de jugar
ha desbaratado de un saque la estrategia oficial del miedo reverencial. Y el juego de
Massa es dañino por partida doble o triple: muchos de los votos que obtenga en
agosto y octubre serán votos anteriormente kirchneristas; hacia allí apunta parte de su
discurso y el hecho de haber tejido una densa red de intendentes y dirigentes
peronistas provinciales y municipales, hasta hace minutos nomás kirchneristas-cristinistas. El daño, por
otra parte, es infligido en el principal distrito del país, incrementándose la
probabilidad de que el Gobierno pierda la mayoría en la cámara de diputados, y
abriéndole el camino a Massa para erigirse en un referente ineludible del
peronismo post-kirchnerista.
Por consiguiente, el factor
Massa promete ser determinante a la hora de sepultar las ambiciones de Cristina
Fernández, quien sueña (¿aun hoy?) con reformar la Constitución y
perpetuarse en el poder. Massa salió a la cancha y su presencia, más allá de sus
reales intenciones y convicciones, significa un espaldarazo decisivo a la salud
de la república mediante la preservación del orden jurídico-constitucional
vigente. Y esto es, definitivamente, condición necesaria para que la Argentina se encuentre
consigo misma. ¿Será posible? ¿Seremos un país normal alguna vez?